Hoy, luego de conocerse el dictamen de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, Perú y Chile tienen la brillante oportunidad de empezar a escribir -bajo los linderos de una amistad duradera, sólida y real- quizá el capítulo más importante de su historia en común.
Después del esperado fallo ya no habrá temas limítrofes mayores que los separen y, entonces, podrán visualizar una fructífera convivencia fronteriza y juntos hacerle la guerra a cualquier amenaza sobre las aspiraciones de desarrollo y crecimiento de ambas economías.
En la larga antesala, sazonada por una brisa política cargada, la promesa de los gobiernos de Ollanta Humala y Sebastián Piñera ha sido que le pondrán la firma al veredicto del tribunal y, palabras más, palabras menos, aceptaron que su implementación resulta inexorable.
Así las cosas, no hay por qué instalar la preocupación de que los vecinos del sur podrían irse por la tangente (en buen romance, desacatar la orden de La Haya), más allá de que eventualmente la asimilación del fallo les sepa traumática y prolonguen su ejecución (como ya sugirió su mandatario).
Del lado peruano, las expectativas se centran en la demanda bien sustentada ante los jueces de la corte internacional y, un año después de la fase oral, esta sentencia sobre el diferendo marítimo nos encuentra esperanzados en que, finalmente, se impondrá la fuerza de la razón.
Y esto nada tiene que ver con chauvinismo o triunfalismo, sino con la lógica necesidad de cualquier país de que sus parámetros territoriales estén perfectamente definidos y, en este caso, creemos que nos asiste el respaldo de la historia frente a un Chile que siempre quiso pescar a mar revuelto en las aguas de Grau.
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