Los presidentes convocan a sus predecesores y a políticos de oposición en momentos cruciales para la Nación y sus relaciones exteriores. Son coyunturas que no admiten protagonismos personales. Las paternidades triunfalistas, la atribución de culpabilidades o el afán de figuración están fuera del libreto, como también deberían estarlo las distorsiones u olvidos de la historia –frecuentes entre nosotros– y cualquier práctica discordante con la trascendencia de esta coyuntura.
Vivimos un momento en que los vecinos litigantes se deben lealtad y consideración recíprocas. Cada uno tiene derecho a esperar que el otro sepa ganar o perder, según sea el caso. Más allá de la contabilización de los puntos a favor o en contra que implica el análisis de toda sentencia compleja, Perú y Chile pueden capitalizar una victoria común: la superación de una controversia jurídica bien llevada por ambos. El orden jurídico internacional será honrado y fortalecido cuando dos de los miembros fundadores de Naciones Unidas acaten y ejecuten de buena fe la sentencia de su más alto y prestigioso tribunal de justicia.
Es encomiable la intención de los gobiernos de que el veredicto sirva para potenciar una relación crecientemente beneficiosa para ambos pueblos. El espíritu que trasunta la actitud madura de las autoridades de Tacna y Arica, o la solidaridad de los pescadores chilenos que ayudan a sus compañeros peruanos, cuyas naves permanecen capturadas, son ejemplos que deberían estimular la imaginación de los grandes empresarios pesqueros, que podrían construir una vecindad marítima mutuamente provechosa.
A las buenas intenciones debe corresponder la pulcritud de los gestos. Las coordinaciones bilaterales importantes reclaman un manejo diplomático esmerado para evitar anuncios prematuros y desmentidos indeseables. Además de los presidentes, los cancilleres y los agentes deben ser las únicas voces autorizadas a expresarse públicamente.
La hora es apropiada para recordar que sin haber cerrado la paz con Ecuador habría sido imposible retirar la Reserva formal que nos impedía utilizar el Tratado Interamericano de Soluciones Pacíficas para habilitar la competencia obligatoria de la Corte Internacional de Justicia acordada entre las Partes del llamado Pacto de Bogotá. La Reserva peruana, que era imperativo mantener mientras subsistiera el problema territorial con Ecuador, nos habría impedido invocar el compromiso interamericano que nos ha llevado a la jurisdicción de La Haya para buscar la solución que no pudimos conseguir a través de negociaciones directas con Chile. No había más puerta que ese tratado, y la llave que la abrió fue la paz construida con Ecuador entre 1995 y 1998, con la asistencia de Chile y los otros Estados Garantes del Protocolo de Río de Janeiro.
Pero no fue el único factor decisivo que aportaron los 90. En esos años se decidió garantizar la apertura económica liberal que atrajo a los empresarios chilenos que arriesgaron sus capitales en el Perú. Inversiones, comercio, migración y turismo crecieron explosivamente en una integración espontánea que ha resultado decisiva para potenciar las extraordinarias complementariedades que enriquecen nuestra vecindad.
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