jueves, 24 de octubre de 2013

Traiciones peruanas


UNO: La impericia presidencial se ha convertido en el principal activo -político, no inmobiliario- de Alejandro Toledo. Nadie como él se ha beneficiado con la cuestionada escala parisina, y nadie como él espera el hallazgo de nuevos traspiés palaciegos. De no ser por tal episodio, la humillación a la que sometió a su bancada con su inolvidable salto al vacío seguiría siendo un grillete indestructible. Es gracias a tan misterioso desacierto que el expresidente está cosechando los frutos de su transfuguismo partidario.
Pero tal transfuguismo no es solo un negocio de una rentabilidad comparable a la obtenida por los gurús inmobiliarios de Ecoteva, sino que constituye una traición a los ciudadanos que eligieron un Congreso sin bloques mayoritarios, y un chantaje al Poder Ejecutivo que desluce la investidura presidencial. Lejos de ser un asunto que solo atañe al hijo predilecto de Cabana, el haber convertido la bancada peruposibilista en un pasaporte a la impunidad es un problema que afecta a todos los peruanos, y que debe ser solucionado.
La solución, sin embargo, va más allá de las fisuras que parecen estar debilitando al partido toledista. La verdadera vacuna contra la parasitosis chakano-nacionalista parece ser la misma vacuna que contra la politiquería y el contrabando ideológico que pide a gritos el Perú: un gabinete competente. Y es que, aunque unos ministros libres de vedetismo y dedicados a atender diligentemente las necesidades del país no garantizarían una oposición leal y responsable, sí fortalecerían la figura presidencial y le otorgarían la autoridad para exponer con virilidad y solvencia las iniciativas que deban ser discutidas en el Congreso y el país. El concurso de blindajes, señor Presidente, solo fortalece a quien, no tenga la menor duda, se enfrentará con usted más adelante.
DOS: Sorprende que nuestras afiebradas oenegés no hayan exigido enfáticamente la eliminación del mes de octubre del calendario limeño. Ello porque en este mes, con seguridad arrancado de las agendas reciclables de nuestros adalides del progreso, una incontenible multitud aplasta sus estrambóticas deconstrucciones y su adoctrinamiento no solicitado.
En octubre, Lima se nos revela como una ciudad religiosa. En una conmovedora muestra de fervor popular, miles de limeños abarrotan las calles de la ciudad para llevar en hombros la fe que sus padres les transmitieron y que es pieza principal de su identidad. Al son de hermosísimos cantos, esa imparable multitud testimonia su fe con alegría, libertad y con la certeza y sabiduría propias de los ciudadanos de a pie que no han sucumbido ante la tiranía del esnobismo intelectual. Lima no se entiende sin el Señor de los Milagros.
No obstante, sometidas como están a ideologías corrosivas y rentables, algunas de nuestras autoridades han optado por traicionar a esos ciudadanos. Se han levantado en armas contra la identidad y tradiciones de sus gobernados por considerarlas obsoletas pero, sobre todo, por considerarlas infranqueables obstáculos para la implantación de sus trasnochadas ideas. Desafortunadamente para ellas, sus intenciones son tan evidentes como su incapacidad. Aunque en octubre se vistan de morado. E

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