En el siglo veinte, el acceso a la educación fue visto por los peruanos más pobres como vehículo de inclusión y movilidad social. El problema fue central en el debate político en tiempos de Mariátegui y Haya de la Torre. Demagógicamente manipulado por Odría, fue luego motivo de reivindicaciones y protestas en los Andes desde los años sesenta. El prestigio de maestros de escuela y profesores universitarios era tan visible que fue usado exitosamente por Sendero Luminoso como instrumento de captación y propagación.
En tiempos de Fujimori, la suspicacia ante la universidad justificó intervenciones, secuestros y asesinatos, y también una desastrosa reforma educativa: colocar el sistema en las manos mágicas del mercado no solo fomentaría su crecimiento, sino que aseguraría una distancia entre la universidad y los intelectuales que la utilizaban para promover ideas sospechosas. Como producto de las reformas de Fujimori, hoy tenemos —además de un sistema escolar errático— un sistema universitario antiintelectual, donde los profesionales mal formados se multiplican y candidatean al subempleo.
Irónicamente, en esta coyuntura, entre los candidatos presidenciales figuran César Acuña, el empresario emblemático de ese sistema, que alardea de no leer libros; Alan García, cuyos títulos son cuestionados diariamente; Keiko Fujimori, sobre quien pesa la acusación de haber estudiado con dinero ilícito; y Alejandro Toledo, quien entró en la escena política contando una historia de éxito educativo, pero que hoy parece un contraejemplo de la esperanza que encarnó años atrás.
Los cuatro son profesionales asociados con escándalos de corrupción. Sus figuras parecen demostrar que la educación no instruye a la gente en la ética. Es como si quisieran demoler el mito de la educación y dotarlo de un aura turbia, adaptarlo a un nuevo Perú en el que incluso la instrucción es sospechosa. Cruelmente, echan la lápida sobre una de las pocas ilusiones limpias que le quedaban al pueblo.
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