domingo, 16 de febrero de 2014

Sigamos blasfemando, como Dios manda

blasfenia
A varios meses desde mi última publicación, en ningún momento dejé de recibir quejas, agravios y una que otra “brillante idea” por parte de los seguidores de “Libre pensador”, y llegado el momento en que el editor se hartó de solicitarme nuevas entradas en este querido espacio ateo, heme aquí, intoxicado de hipocresía y buenos modales, confesando que no soporto más fingir amabilidad con el mundo cristiano.
Tras varios días sentado frente a un ordenador, y colaborando con el sistema capitalista en el que nací, (donde las empresas limpian la mierda de sus caminos con los títulos universitarios de miles de nuestros profesionales) decidí sentarme a expulsar mis más profundos demonios, que tanta falta me hacía. Para bien o para mal, aquí estoy con hambre de batalla y con la seguridad de que lo que diga no gustará.
En este camino, he perdido muchos amigos, pero es natural. Ellos permanecen adormecidos siendo lo poco que pueden ser; mientras viven de emociones pasajera y se contentan con plasmar todo lo que no son o tienen en su red social favorita. Pocos sabemos que sus insignificantes vidas son esclavas de un sistema de consoladoras patrañas, alicientes placebos, y masturbaciones digitales que me provocan las más profunda repugnancia. François Marie Arouet, comúnmente conocido como “Voltaire”, describió este fenómeno muy bien cuando escribió: “Si Dios no existiera, sería necesario inventarlo”. A veces la realidad no es suficiente.
No pretendo unirme a una rebelión de tintes izquierdistas, porque de ellas debo aborrecer su condición de resentido, tampoco pretendo treparme a la sucia derecha, que la retrato como la puta que maquilla su rostro de virginal moralina, mientras da rienda suelta a sus primitivos instintos que reconozco en sus conquistas económicas.
Yo vine a blasfemar ¿Tenemos ese derecho? ¿Tenemos el derecho a burlarnos de ustedes, cristianos de pacotilla? No, no lo tenemos. Por eso prefiero imponerme, porque no me interesa en lo más mínimo respetar la idiotez. Intolerancia le llaman. Yo prefiero llamarla voluntad de poder.
Muchos le temen a la blasfemia. La primera vez que la reconocí fue cuando rechazaron un debate entre un sacerdote y un ateo, que iba a ser transmitido vía streaming. Una buena iniciativa que el colega Alfonso Rivadeneyra, al lado de Wagner Benavides, tuvimos y que fue silenciada bajo un falso respeto a las creencias de alguien más. Yo les digo: las creencias no se respetan, se cuestionan. A pesar de ello, sabemos que continuarán las negativas para nuestra propuesta. Por eso, no estoy aquí para respetar tus creencias, sino para imponernos sobre ellas.
Recuerdo mucho el proceso judicial al que pretendieron someter a un amigo mío, creador de la página de Facebook, Peneadicto XVI. Recuerdo el regocijo que me dio enterarme de ello. Recuerdo el vigor que sentí luego de enterarme los detalles de aquella singular denuncia, porque de ella pude inspirarme a seguir blasfemando como Dios manda. De igual manera, recuerdo el apoyo de caballeros como el sr. Iván Antezana, expresidente de la Asociación Peruana de Ateos, quien siempre estuvo colaborando con este servidor, y que jamás me dio un solo “no” en todo el tiempo en que lo conozco, porque en esta batalla estamos todos unidos.
Confieso una excitación creciente cada vez que nos acercamos a la Semana Santa, y siento una necesidad de pecar mientras mi acompañante de lecho, pronuncia las palabras: ¡oh Dios!. Y si se trata de festividades nacionales, es inexplicable la compulsión que siento en agosto por explicarles a los demás que se trataba de “Santa Loca de Lima”. Asimismo, en julio, blasfemo cada vez que escucho las primeras palabras del “Te Deum”, una transmisión en vivo de TV Perú, el canal del Estado, y otorga tal privilegio publicitario a la Iglesia Católica, mientras ignora a las demás sectas religiosas existentes en este país.
Podría verse aquí una contradicción: me manifiesto absolutamente en contra de los movimientos reaccionarios, en lugar de la casta conquistadora que tanto admiro, sin embargo, yo blasfemo. Aquí las razones por las que lo hago. Blasfemo porque soy libre: nada ni nadie puede impedir que hagamos plena ejecución de nuestra libertad, así como no podemos arrebatársela o despojársela de ella a nadie.
Conozco a muchos colegas ateos que blasfeman como una reacción al sometimiento de nuestra sociedad a los valores morales cristianos, así como una declaración de guerra contra el lavado de cerebro de millones de nuestros niños, a través de miles de docentes que les insertan por default el microchip de la fe, que es tan viral como la peste más letal que hayamos conocido. Conozco ateos que blasfeman como una reacción a una vida política con características claramente teocráticas; características que fomentan, amparan y publicitan gratuitamente a uno de los poderes de la sociedad latinoamericana: la Iglesia, poder en el cual me zurro en cada oportunidad que se me presenta.
Por ello, blasfemo: porque quiero, porque puedo, porque conquisto, porque pienso, porque existo.
Me gusta mucho más la frase que Mijaíl Aleksándrovich Bakunin acuñó en “Dios y el Estado” y que reza así:
“Yo revierto la frase de Voltaire, y digo esto, si Dios realmente existiese, sería necesario abolirlo.” (“Dios y el Estado” Cap. II. 1876.)

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