lunes, 26 de octubre de 2015

Sodalicio: Un infierno

Sodalicio: Un infierno

Claudia Cisneros
Me pregunta una amiga qué creo de poner a sus hijos en una escuela religiosa. Le contesto que yo opto porque los míos puedan elegir sus creencias cuando tengan edad para ello. Cuando hayan forjado pensamientos propios desde la autoconsciencia, sentido crítico. No los sometería al que considero un abuso e intromisión en sus estructuras mentales y emocionales, al adiestramiento en creencias que no están en capacidad de entender y que implantárselas constituye una violencia a su libertad y autonomía presente y futura. Si para algunos la religión es terapéutica porque les hace sentirse acompañados, inmortales, aliviados en sus problemas, yo apuesto por la soledad edificante, la tragedia de nuestra transitoriedad, la forja de recursos propios frente a la adversidad.
 
La religión es en esencia castradora del pensamiento propio. Si con ella algunos pretenden consolarse ante la inseguridad existencial, ante lo problemático, lo incontrolable, lo que nos sobrepasa y excede, ser religioso deviene en evadir nuestra humanidad, relegarla, edulcorarla con una ficción que nos separa de nosotros mismos, de abrazar nuestros límites y vivir sin temor a ellos o con la entereza y modestia de aceptarlos.
 
“No pienses en eso porque te volverás loca”, me dijo una monja del colegio católico en el que me deseduqué un día de primaria en que pregunté qué hubo antes de dios. Lo dijo en serio y me asustó en serio, a mis 8 o 10 años. Más adelante supe que así actúa la iglesia, que la fe es acerca de no cuestionar, de no tratar de entender sino de simplemente creer como soldado lo que te inoculan. He recordado este episodio a raíz del libro que Pedro Salinas y Pao Ugaz han publicado sobre la secta del Sodalicio: Mitad monjes, mitad soldados. Es más que un libro, una llave que abre las puertas macabras y pesadas de décadas de pedofilia y pederastia encubiertas tras la fachada de una comunidad religiosa.
 
Aun cuando los abusos parecen haber sido cometidos por algunos –entre los que están los fundadores–, la condena cae sobre toda la institución por apañarlos y ocultar. Por años hubo valientes denuncias esporádicas (https://goo.gl/vI5fny) y la respuesta siempre fue la misma: negación, silencio de la institución y vejación a quienes denunciaban. Ahora es tarde para que los soldadicios presionados deslinden de los corruptores de almas que por años protegieron (https://goo.gl/vI5fny ). Gracias a Martin Scheuch, que los denunció (https://goo.gl/vI5fny), y gracias sobre todo a José Enrique Escardó, el primero que se atrevió a romper el silencio en el 2001 (https://goo.gl/sAK6B0).
 
Acá hubo, y quizás aún hay, una estrategia institucionalizada para violentar a púberes y adolescentes en edad de exacerbada búsqueda de pertenencia e identidad.
 
“Al inicio solo había oscuridad. Si me preguntas, la luz está ganando”, dijo en la presentación del libro el poeta Jerónimo Pimentel citando a Nic Pizzolatto. Pero falta poner al “iluminado” Figari y demás depredadores en la cárcel. Y el siempre locuaz Cardenal Cipriani –quien convenientemente ha apagado su voz en RPP este sábado– tendrá que responder a la demanda penal por los delitos de encubrimiento real y personal, obstrucción de la justicia, complicidad y omisión de denuncia que le han plantado por haber guardado bajo su sotana las denuncias de las víctimas, por haber acallado los desesperados gritos de auxilio de los niños que solo exigían y exigen reparación y justicia. Al contrario de la salvación que falsamente pregonan estos religiosos del mal, con esta investigación dolorosa pero necesaria Pedro y Pao sí están ayudando a salvar gentes.

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