domingo, 20 de abril de 2014

SOBRE GARCÍA MÁRQUEZ, MI OBITUARIO O ANECDOTARIO

Escribir sobre el Gabo en la semana en que ya descansa es, supongo, inevitable y también redundante, ya que cada uno tiene y adora el suyo. Hay coronelistas, soledadescos y amor-en-los-tiempos- del-cólera filos, por lo menos.

Y todos los que lo hayamos leído, o sea, media humanidad, hemos mejorado nuestras vidas con esas experiencias intensas. Libros que no se dejan, porque transmiten no solo sus universos, sino hasta sus colores, sabores y olores, además de describirnos la fauna de la que estamos hechos en el mundo del sur. Hay, por tanto, en estos días, miles de artículos sobre GGM, y no pocos serán ensayísticos, así que para qué uno más. Y además dicen que uno debe escribir de lo que sabe.
Pero yo aquí ya despedí antes a Toño Cisneros, con dibujito y todo, y quedó chévere. Y ya tengo el dibujito de Gabo y me ha quedado bien. Así que con perdón de literatos y otros dueños del finado, va este obituario anecdótico sobre lo que hace ya 40 años vi y recuerdo de él. Porque además el tiempo para el Gabo no importaba. Siempre el mismo, siempre nuevo.
Fiel a su elegancia y para no quitar protagonismo, GGM se murió el Jueves Santo para no competir. Y la despedida suya fue, a su manera, como la crónica de una muerte anunciada. Estaba algo desmemoriado ya, retrechero de mostrarse, dubitativo de escribir ahora menos bien. De ya no ser más ese escritor a veces insuperable, aunque fuera siempre tímido y autocrítico. Lo comprobé, hace un huevo de años. En Barcelona, cuando fui una vez a su casa, como mascota de su entonces gran amigo cotidiano Mario Vargas Llosa. Y salimos a comer –fue mi primer restaurante catalán– un día después de haber llegado a Barcelona, en Semana Santa, alojado generosamente por Mario en su departamento en Sarriá, cuando tenía en imprenta “Pantaleón y las visitadoras” y hacía un guion fallido para una película con Rui Guerra.
Y cuando su vecino de a media cuadra García Márquez ya tenía terminado el manuscrito de “El otoño del patriarca”, inédito en manos de su constante primer lector y crítico, Álvaro Mutis.
Con quien Gabo debe ahora estar conversando, si es que hay cielo, no lo han privatizado y el que lo gerencia tiene buen gusto.
Lo he contado y me cito.
España era entonces una Europa de segunda clase y estaba fuera de la Comunidad, pero había buena arquitectura moderna algo regionalista y contestataria (Sostres, Coderch y Bohigas especialmente). Para mí, ya terminada mi Maestría en Londres, cambiar su lluvia perpetua y su comida con sabor a lluvia tibia, por el sol y el Mediterráneo, hacía a Barcelona atractiva.
Entonces además allí estaba Hugo Sotil prestigiando lo peruano, aunque después ya no tanto. Durante su gloria breve pero intensa y merecida a Mario Vargas Llosa un día lo felicitaron por ser su paisano, según él mismo me contó. Cada domingo en La Rambla los barceloneses agradecían sus goles y describían sus jugadas.
Y es revelador de lo que escondía Barcelona que tanto el entonces paisano de Sotil, hoy premio nobel, como García Márquez, nobel muy poco después de esa etapa, fueron sus entusiastas habitantes por largos años. En el barrio alto de Sarriá, a dos cuadras uno del otro. Viéndose cada semana. Y que por allí, por ciertos rincones del Ensanche y por su departamento con geranios arequipeños, caían a cada rato José Donoso, Jorge Edwards, Álvaro Mutis y un algo juvenil Alfredo Bryce, de lo que doy fe. Además de no pocos satélites del boom literario. Y después, peruanos deportados por Velasco, como un todavía progresista Thorndike y un siempre conservador inteligente Luis Rey de Castro, a quienes Mario silenciosamente ayudaba a conseguir chamba, editores o tentempiés.
Yo, chibolo, desembarqué allí un día invitado por el primo y cuñado de Mario, Lucho, que una semana antes se había ido a Lima. Y me alojaron con generosidad excesiva (algunos días, y después me fui al Hotel de la Plaza del Pino, entonces de una sola estrella merecidísima) y acompañé como mascota encuentros varios en una semana de pascua de reyes. Vi el departamento del Gabo, un primer piso con alfombra alta y libros desparramados, de donde fuimos a un restaurante donde casi todo lo habló Álvaro Mutis, ante un García Márquez melancólico. A la mañana siguiente a Mutis lo vi solo en el bar Canaletas, el primero de La Rambla, lo que me regaló una conversación impagable de tres horas sobre el mundo y sus alrededores, pero con un marcado acento en dos cosas, en el libro aún manuscrito de García Márquez que nadie más que él había leído, “El otoño del patriarca”, y la arquitectura barcelonesa, y su arte, del románico en adelante, de lo que algo dije que le gustó.
Entonces el boom importaba. Y Latinoamérica también. No éramos sudakas, sino latinoamericanos.
El Gabo ese que vi era de verdad alguien enigmático, que en vez de participar locuazmente en la conversación, le hacía breves anotaciones sarcásticas. Sobre que ya le pasaba a él lo que a Midas, y estaba visiblemente incómodo con su fama. Recuerdo algunas ironías sobre haber sido y dejado de ser pobre. Y vi que, pese a ser un convencido progresista, no se hacía problema en vivir bien y en disfrutar de esa ciudad sensual e inteligente, Barcelona.
Donde estaban sus editores, agentes y aliados intelectuales, antifranquistas, Carlos Barral, Castellet, Ricardo Muñoz Suay, y la mal llamada “gauche divine”, los Goytisolo, Vázquez Montalbán y otros, catalanistas en su mayoría, que se chismeaban los últimos chistes sobre Franco, iban a ver cine a Perpignan y gravitaban en lo que podían, mientras Franco aún sobrevivía y ya dormía cada vez más enchufado, y sus ministros y acólitos eran cada vez más mediocres y despistados, en esa España de parodia de la que el generalísimo era el triste celador.
Mario VLL era el gran aliado de GGM. Además le había dedicado un libro y no pocas disquisiciones teóricas sobre la literatura como deicidio, como intento de crear un universo paralelo y otro que el real.
Así que su pelea posterior, nunca redimida parece, fue lamentable. Eran patas, y sus esposas y amigos republicanos vivían conspiraciones cotidianas.
Sin duda hubo allí un componente político, porque aunque GGM fue amante de defender libertades, sí fue demasiado complaciente con Fidel Castro, como lo fue Cortázar. Lo de Padilla fue el punto de no retorno. Y quizá la sobredosis anterior del MVLL sartriano y politiquero pregonero de izquierdismo necesitaba en él cambios absolutos, que lo llevaron un rato largo a lo antitético. Al derechismo que luego lo traicionó. En fin.
Eran esos los años formativos del boom y quizá por eso para ambos había que estar donde ocurría, y por eso también cuando ya fue un movimiento reconocido no necesitaban ese serenazgo. Y cada uno se fue a su casa. La de GGM sería México, donde viviría desde los 70 hasta anteayer, para dejar un mundo europeo ajeno y regresar al suyo propio, América Latina, pero a prudente distancia de las pugnas de su país, Colombia.
Una última anécdota anterior. En mi facultad de arquitectura de Lima, la FAUA de la UNI, en su bonito auditorio de ladrillo, pocos años antes, había presentado su libro “Cien años de soledad” un nuevo escritor colombiano casi desconocido y deslumbrante, cuya obra ya se había vendido en el mundo como pan caliente, que es lo que era. Flanqueado por Mario VLL, por José Miguel Oviedo, por Abelardo Oquendo nuestro profesor, por ‘Cartucho’ Miró Quesada, exdecano. Y fue deslumbrante oírlo, sentado en el piso, este entonces cachimbo, que suscribe, y escucharlo como estratega. De cómo había que contar lo maravilloso con cara de palo y lo cotidiano como maravilloso.
Que estés bien, Gabo, y dile a Dios, o a quien corresponda, que deje de joder. A ti te va a escuchar. Que estés bien, Gabo, y dile a Dios, o a quien corresponda, que deje de joder. A ti te va a escucha

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