domingo, 20 de abril de 2014

Gabriel, Gabo, Gabito

    Domingo 20 de abril del 2014 | 00:14

    No conozco otro caso en que un escritor fuera tan querido como García Márquez. La pena que suscita su desaparición es genuina.


Guillermo Niño de Guzmán,De Artes y Letras
Escritor

“Yo escribo para que mis amigos me quieran más”. Esta frase de Gabriel García Márquez siempre me pareció irresistible. Cuánto me habría gustado conocerlo. Incluso, me hubiera conformado con verlo caminando por la calle y, quién sabe, quizá me habría atrevido a gritarle, como él dijo que lo hizo alguna vez, cuando era pobre e indocumentado, al divisar a su ídolo, Ernest Hemingway, en la acera de enfrente de un bulevar de París: “¡Maestro!”. Y, seguramente, me habría gritado de vuelta, haciendo un cuenco con las manos en torno a la boca: “¡Adiós, amigo!”, como él aseguraba que le respondió el escritor norteamericano en medio de la muchedumbre.
No voy a insistir con el tema de sus méritos literarios, información que el lector encontrará en los múltiples obituarios. Prefiero señalar un hecho curioso: García Márquez pertenece a esa rara especie de escritores que no necesitan ser leídos para ser admirados, reconocidos y amados. Su figura está enquistada en el inconsciente colectivo. Hablar de García Márquez significa entrar en el corazón de América Latina, vislumbrar una realidad donde todo es posible, en la que el hijo de un modesto telegrafista de un pueblo perdido de Colombia llamado Aracataca consiguió escapar a su destino y hacer de la lengua un instrumento para volver a crear el mundo.
Sé que las comparaciones son odiosas. Sin embargo, quisiera que el lector que aún no haya abierto una página de sus libros sepa que García Márquez es un escritor tan grande como Cervantes. Por ello, no creo exagerar si digo que Cien años de soledad es una suerte de equivalente latinoamericano del Quijote, la cifra que nos descubre un universo maravilloso, ignoto y desconcertante, complejo y contradictorio, en el que la vida, para bien o para mal, se confunde con la ilusión.
Como Borges, aunque a su manera, García Márquez es un hacedor. Se empeñó en reinventar el mundo y ha hecho de la imaginación y la palabra un arma invencible para cuestionar y trascender la condición humana. Vargas Llosa fue muy clarividente cuando definió a su par colombiano como un deicida, es decir, como alguien capaz de desafiar al supremo creador para concebir su propio reino, no por soberbia sino por inconforme, por amor a la libertad y al deseo insobornable de corregir el mundo.
Siempre he lamentado la pelea que enemistó a García Márquez con Vargas Llosa, disputa que, más allá de los ribetes anecdóticos, causó un cisma que dividió a escritores y lectores, pero que, sin duda, reveló que no existen verdades absolutas. No olvidemos que Vargas Llosa fue uno de los primeros en reconocer el genio de García Márquez y que no escatimó esfuerzos en desentrañar las claves de su obra y proclamar sus logros. Cuánto me habría gustado que, en la cercanía que favorece la vecindad de la muerte, hubieran tenido el valor de confrontar sus diferencias personales y políticas, de limar asperezas y revindicar el poder de la amistad.
No conozco otro caso en que un escritor fuera tan querido como García Márquez. La naturalidad con que sus admiradores se referían a él como Gabo delata la increíble complicidad que este gran artífice podía establecer con sus lectores. La pena que suscita su desaparición es genuina. Caramba, aunque nunca lo vi, es como si se hubiera muerto alguien de la familia.

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