martes, 29 de abril de 2014

Los Cabitos. Horror y muerte

La edición de un libro sobre lo sucedido en el cuartel Los Cabitos de Ayacucho, el año 1983, invita a reflexionar sobre una tragedia que se quiere silenciar (Cuartel Los Cabitos. Lugar de horror y muerte. Lima: Aprodeh, 2014).
A fines de 1982, el arquitecto Fernando Belaunde dispuso que las Fuerzas Armadas asumieran la represión del brote subversivo senderista en Ayacucho, lo que desencadenó un accionar que dejó un terrible saldo de masivas violaciones de los derechos humanos.
En el Perú los gobiernos civiles resignaron su responsabilidad en los militares que estaban poco preparados para encarar el desafío senderista. Los manuales contrasubversivos del Ejército estaban pensados para encarar alzamientos similares a la revolución cubana, pero en lo relativo a la experiencia revolucionaria china sus reflexiones ocupaban menos de una página, y Sendero era una organización ortodoxamente maoísta, cuya lógica no entendían. Los militares peruanos se habían formado bajo la “doctrina de seguridad nacional” difundida por instructores norteamericanos en la Escuela de las Américas, en cuarteles de Panamá y EEUU. Esta, a su vez, estaba inspirada en la doctrina contrainsurgente francesa, que asumía que los revolucionarios alineaban a la población a través del terror. Era necesario oponer entonces “terror contra terror”: las fuerzas contrainsurgentes del Estado debían demostrar que eran capaces de desplegar mayor terror que los revolucionarios, y la población se alinearía entonces pragmáticamente con quienes podían infligirle mayor daño.
Los resultados de esta estrategia se vieron en Ayacucho: entre 1983 y 1984 se desplegó una represión generalizada que provocó un 40% de las bajas totales del conflicto y masivas violaciones de los derechos humanos. Esto ya había sido anunciado por el general Luis Cisneros Vizquerra, ministro de guerra del gobierno de Belaunde: “Tendría que comenzar a matar senderistas y no senderistas, porque es la única forma cómo podría asegurarse el éxito. Matan 60 personas y a lo mejor allí hay 3 senderistas (...) Y seguramente la policía dirá que los 60 eran senderistas”.
El comando general de las fuerzas armadas se instaló en el cuartel Domingo Ayarza, Los Cabitos, al lado del aeropuerto de Ayacucho, y este se convirtió en un lugar de desaparición, tortura y muerte. El libro de Aprodeh contiene decenas de testimonios que muestran la existencia de un patrón sistemático de operación: patrullas uniformadas fuertemente armadas rompían la puerta de los hogares de madrugada, se llevaban a personas detenidas rumbo a Los Cabitos y cuando los buscaban sus familiares se negaba su detención. Luego, con suerte, los sobrevivientes aparecían torturados, o sus familiares encontraban los restos de los secuestrados en el Infiernillo y otros “botaderos de cadáveres”, o no volvían a verlos nunca más.
Decenas de testimonios confirman que en Los Cabitos se interrogaba bajo tortura. También se asesinaba y se escondía los cadáveres. Durante los últimos años se ha excavado fosas comunes en el campo de tiro que está en el interior del cuartel y se ha rescatado más de cien cadáveres (no identificados, “por falta de presupuesto”). Personas torturadas, con las manos atadas a la espalda y con un tiro en el cráneo. Más grave aún, se han encontrado restos de dos hornos de incineración y restos humanos calcinados. Es imposible hablar de “excesos” o de iniciativas aisladas de individuos desquiciados: estamos ante una política sistemática, justificada por el racismo antiindígena que deshumanizaba a las víctimas, como lo muestran los testimonios de las torturas y con especial horror las violaciones sexuales contra niñas.
Un testigo narra la suerte corrida por una niña detenida: “Le preguntaban ‘¿cuántos años tienes?’, ‘tengo 14’, dijo la niña; ‘ya de una hora vas a tener 18 años’. Vi que la han violado” (p. 25). Una menor, detenida junto con su hermanita de siete años, narra su violación: “Me bajó mi buzo (...) todo me sacó (...) Se bajó su pantalón, (...) Abusó de mí. Me dijo [que] si yo decía a alguien todo lo que había pasado, iba a pasar con mi familia, se iba a vengar de mi familia y de mi hermanita (...) Cuando a una niña de diez años cuando la violan de toda la manera que le han hecho, cómo cree usted que se puede sentir una niña, es horrible (...) no he tenido una infancia feliz” (pp. 26-27).
Miles de familiares de las víctimas siguen clamando por justicia y cientos demandan que les entreguen los restos de sus seres queridos. ¿Oirán su clamor sus compatriotas?

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