domingo, 6 de abril de 2014

Nada para celebrar

Se diluye la épica fujimorista y se consolida el rechazo al golpe del 5 de abril
Al cumplirse 22 años del golpe de Estado del 5 de abril de 1992, se renuevan las expresiones democráticas y la afirmación del Estado de Derecho y la necesidad de su defensa y consolidación. Desde entonces, ha sido la oportunidad para denunciar el nefasto papel desempeñado en este episodio por Alberto Fujimori y sus socios, y para realizar un inventario de los perjuicios que para el país significó esta última interrupción de la vida democrática en nuestra historia.
El fujimorismo tiene cada vez menos arrestos para recordar esta fecha; de hecho, ha dejado de celebrar por lo alto el acontecimiento y desde hace algún tiempo se ha limitado a justificarlo a la defensiva con el argumento más conocido: que fue una medida necesaria. Al mismo tiempo, disminuye el porcentaje de personas que respalda el golpe y crece el número de peruanos que lo cuestiona, ahora una contundente mayoría.
La épica fujimorista se diluye; la justicia ha alcanzado a los conjurados del 5 de abril, incluyendo a Fujimori, Vladimiro Montesinos y Nicolás Hermoza Ríos. Los prohombres de ese ochenio están condenados o prófugos y a diferencia de los golpes de Estado anteriores se tiene sobre esos años un puñado de sentencias nacionales e internacionales que fijan jurisprudencia sobre su actuación, definen su ilegal proceder y sancionan sus delitos.
No pasa desapercibido, sin embargo, que la candidata que expresa la identidad de esa experiencia y la defiende, tuvo en las pasadas elecciones un respaldo electoral importante, disputó la segunda vuelta electoral y mantiene expectativas para el futuro. Todo ello es cierto, como también lo es que este movimiento ha renunciado expresamente a la continuidad de la dictadura de Fujimori y realiza esfuerzos, y a veces contorsiones, para separarse de la parte más nefasta de su legado. Las recientes divergencias entre las facciones de este grupo ponen sobre la mesa las dificultades de la candidata del fujimorismo para salir del cordón sanitario impuesto por las fuerzas democráticas del país en la perspectiva de ampliar sus posibilidades electorales.
Como no ha sucedido con otro golpe de Estado, diversas disciplinas han sistematizado este episodio. En las reflexiones el consenso indica que no fue un evento ineludible y que la democracia se encontraba en condiciones de evitarlo. En el balance de esa experiencia sobresale el costo de antipolitica, autoritarismo y corrupción que la sociedad y el sistema político debió pagar por no haber impedido o haber tolerado este hecho antidemocrático.
Quedan aún espacios para la investigación y la dilucidación histórica, especialmente el papel desempeñado por los peruanos individualmente y por la sociedad civil que respaldaron el golpe y acompañaron el proceso posterior por lo menos hasta un lustro después. Probablemente no sea suficiente ni la teoría que anota que la democracia se suicidó ni la explicación de que una sociedad acosada por el terrorismo y la crisis económica canjeó orden por libertad, una repetición del viejo aserto de Jorge Basadre.
Estos pendientes no limitan el sentido común de los peruanos acerca de que este hecho no puede volverse a repetir y que el país ha conquistado después de la caída del fujimorismo altas cuotas de progreso, libertad y reducción de la desigualdad que este nunca podría haber producido. Esta convicción que se advierte con facilitad en el temperamento de los peruanos opera al mismo tiempo como una lección y una advertencia.

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