miércoles, 4 de febrero de 2015

La rabia y la vergüenza

En una reciente entrevista sobre los 43 estudiantes desaparecidos en México, la reputada escritora Elena Poniatowska declaró que no le dolía su patria, sino que le daba vergüenza. Ella contaba que el Estado se había mostrado negligente porque eran estudiantes pobres de una provincia marginal, mientras que –en ese mismo momento– el presidente y sus ministros se compraban mansiones que serían la envidia de Hollywood. México no le duele, que sus autoridades se comporten como Luis XVI, a Poniatowska le produce vergüenza. 
En el Perú, durante una buena temporada, lo habitual era lo contrario, sentir dolor por el país y entender que una justa rabia surgía desde dentro. Es uno de los temas de José María Arguedas, quien advierte sobre el camino al enfrentamiento fratricida. Le temía a la rabia y creía difícil que el país pudiera evitarla, sabía que quedaba poco tiempo, porque conocía el estado de ánimo que producía la prolongación del racismo y la exclusión. Siglos de humillación y abandono se estaban traduciendo en violencia a flor de piel. La herida era tan profunda que supuraba odio. De ahí nacieron los 70,000 muertos de la guerra de Sendero.
Por ello, conviene seguir con atención los sentimientos colectivos que surgen de las contradicciones sociales. Si en los conflictos domina la rabia, entonces los problemas son graves. En ese caso, seguramente sobrevendrá un enfrentamiento suicida, que se halla tanto en la rabia temida por Arguedas, como en el desprecio por la vida que desgarra al México actual.
Ante ello, el sentimiento que expresa Poniatowska es más creativo. Aunque la rabia y la vergüenza comparten el rechazo al orden existente y son hijas del pensamiento crítico, a diferencia de la rabia, la vergüenza implica un código que vincula sin destruir. 
Si mis autoridades me avergüenzan es porque las siento parte de una unidad que me incluye. No deseo eliminarlas como lo haría si estuviera dominado por el binomio dolor-rabia. Esa noción de mutua pertenencia lleva a la tolerancia dentro de la crítica. Quiero reemplazarlas, pero no eliminarlas. Esa consideración es esencial porque conduce a las normas éticas de organización social. 

En efecto, la vergüenza surge de normas compartidas que alguien no cumple a pesar de proclamarlo o, peor aún, de tener la obligación de hacer cumplir dichas reglas. Tengo vergüenza personal si soy atrapado, pero puedo sentir vergüenza por otro, la famosa vergüenza ajena, cuando alguien incumple y sin embargo lo siento como propio. Es mío y me avergüenza. Ese es el sentimiento clave. Me indigno contra su proceder en nombre de un código democrático que se supone común a todos, pero que incumplen los encargados de llevarlo a la práctica; es decir, las autoridades.
Pienso que ahí se halla la clave de la rebelión contra la ley Pulpín. Los jóvenes han sentido en carne propia la indignación que recorre el planeta. Ese sentimiento de ser tratado como menos, como dueño de derechos disminuidos. El desprecio a la dignidad. Además, sin motivo, por saberse más calificada que las anteriores generaciones, al ser diestra en las redes digitales que mueven el mundo. 
Su respuesta se nutre de una base ética, que se supone común pero no practicada por quienes tienen poder. Así, no solo rechaza la injusticia y la corrupción, males seculares del Perú, sino también la manipulación por parte de los partidos políticos y las centrales sindicales. Pocos se salvan, muchos avergüenzan a nuestros jóvenes. 
La nueva generación aspira a un gobierno basado en reglas morales de acción política, concebida como la simple ética republicana. Lo que buscan es un país basado en la ciudadanía, que implica igualdad ante la ley y no regímenes especiales para explotarte mejor. 
Para que esta lucha contra Pulpín se transforme en un movimiento social y político no basta un buen discurso, sino una vida consecuente. Se necesita un líder puro y exitoso, preferentemente joven y mujer, que supere el reino de la rabia y la vergüenza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario