domingo, 1 de febrero de 2015

Keiko

por Pedro Salinas 

No es que me duela el Perú; es que me da vergüenza. Digo. Parafraseando a la escritora mexicana Elena Poniatowska. Y es que eso de tener como candidatos potenciales para las elecciones del 2016 a Keiko Fujimori y a Alan García, qué quieren que les diga, de solo pensarlo me tengo que empujar un pisco, seco y volteado, para contener la frustración. Y la ira. Porque no es para menos.

Empecemos por la primera, quien ya tendría cerca de un 30 por ciento de aprobación, según las encuestas. En opinión de sus apologistas, que los tiene por aquí y por allá, Keiko no tiene nada que ver con su padre, que ella es diferente, que nunca ha ido contra la legalidad, que es buena gente, y hasta simpática y bondadosa, que los últimos años viene preparándose para ser presidenta, que su línea ideológica encarna, por lo demás, la de Mario Vargas Llosa, y que en su caso particular no existe el determinismo genético, y no sé qué más. 
Pero a ver. Yo no sé si Keiko será buena gente o no, porque no la conozco, pero que ella representa exactamente lo mismo que su padre, es algo que no me van a quitar de la cabeza así nomás. Porque el fujimorismo, hasta que el mismo demuestre lo contrario, sigue siendo una fuerza peligrosa para el Estado de Derecho, pues nunca, hasta la fecha, ha sido capaz de desmarcarse de lo que significó el régimen autoritario y corrupto que se entronizó a la mala y de un zarpazo a partir de 1992.
Y no me vengan, por favor, como he leído por ahí, con que el fujimorismo de Keiko tiene ideología, porque no la tiene. Esa falacia que soltó una de sus acólitas, en el sentido de que Keiko preconiza una suerte de liberalismo popular, o social, no tiene ningún asidero. 
El liberalismo no solo es una doctrina económica que tiene al mercado como una suerte de divinidad a la que hay que rendirle culto, y que mientras ese ritual se lleve a cabo, entonces el gobierno que practique dicha liturgia puede tomarse algunas licencias. Como violar los derechos humanos. O asesinar a unos cuantos. O robar algunos miles de millones de dólares. O cargarse a la prensa. O espiar a los críticos. O cambiar la Constitución para entornillarse en el poder. O cooptar instituciones. O encarcelar opositores. Y en ese plan.
No existe un liberalismo a medias, es decir. El liberalismo integra lo político, lo económico, y lo social. Es uno, si no quedó claro. No se puede ser liberal económico y un déspota en lo demás. Eso es fascismo, autoritarismo, caciquismo, fujimorismo. Llámenlo como quieran. Pero liberalismo, de ninguna manera.
El liberalismo llevado a la práctica procura ser el motor del desarrollo económico e institucional, los que facilitan, a su vez, el mejoramiento de la administración de justicia, del respeto a los derechos humanos, de la tolerancia, y del perfeccionamiento de la coexistencia entre los ciudadanos. Y además, aspira a tener un Estado laico. Ese es el liberalismo genuino que predica, por ejemplo, Mario Vargas Llosa.
Entonces que no me vengan con que ese cóctel de abuso del poder, corrupción, populismo, clientelismo, al que se le añaden algunas reformas económicas efectistas, que es el fujimorismo, tiene algo que ver con el liberalismo. Porque no lo tiene. Sí tiene que ver con la autocracia que se vivió en los noventa. 
Que el fujimorismo tenga representación en el Congreso y postule como un partido político en las elecciones, ojo, no lo ha convertido en una fuerza democrática o en un movimiento distinto del que se apropió del poder en el año noventa y dos. 
Como escribió aquí mismo Steven Levitsky: “Como partido político, el fujimorismo avaló un golpe de Estado y acompañó por casi una década un régimen autoritario que fue responsable de serias violaciones de derechos humanos y un altísimo nivel de corrupción. Fuerza Popular puede haber cambiado de nombre, pero su pasado autoritario es innegable”. 

Así las cosas, mientras que Keiko no rompa con su pasado, o manifieste un nítido deslinde, con disculpas públicas incluidas, y encima asuma el cúmulo de decisiones que ello implica, nos quedará a muchos la sensación de que el fujimorismo de hoy es el mismo de ayer. Exactamente el mismo. Y ese fujimorismo, cuya esencia ha sido siempre justificar los atropellos de su líder Alberto Fujimori, habrá que combatirlo como lo que es. Como una amenaza para la democracia.    
De Alan ya nos dedicaremos en otro momento. 

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