sábado, 7 de febrero de 2015

Dios ha muerto… tengo las manos cubiertas de sangre


murioDios ha muerto, y no se levantará de su lecho de muerte. Lo maté el mismo día en que descubrí que no hay verdades absolutas. El agonizante cuerpo de Dios intentó levantarse en un par de ocasiones, pero la estocada final se la di en el momento en que acepté el sinsentido de la vida y la naturaleza de la existencia.
Mi trabajo aquí recién se inicia, y veo que algunos se han animado a seguir el mismo sendero en la lenta pero necesaria publicación de contados espacios ateos en el ciberespacio peruano. Sé, y muchos deben estar de acuerdo conmigo, que nuestra labor es una labor imposible: no buscamos convencer a las personas, pero tampoco nos privamos del derecho a expresar nuestro total rechazo al dogma y al virus de la fe que solo ocultan nuestra esencia humana y natural.
En relación a la festividad religiosa de fin de año, hallo semejanzas en mí con un cristiano: Ambos estamos a la espera de la Navidad y las Pascuas. Particularmente, las espero con la misma emoción que de niño. Etapa en la que se es incapaz de ver más allá de las luces, el sonido del papel de regalo al rasgarse y el olor a pavo. Los tiempos han cambiado, pues hoy veo algo distinto: lo voraz del consumismo donde solo salen victoriosos  lo mejor preparados.
No puedo evitar notar el constante conflicto que yace en las fronteras del ego y el subconsciente y cuyo nombre, en su sentido más romántico, puede definirse como amor y odio. Pues bien, la sociedad enseña a rechazar uno y practicar el otro. Sin embargo, ¿es humanamente posible perseguir el primero y reprimir el segundo? ¿Dónde aprendimos que somos seres ideales y constantes? Yo solo veo bestias desbordantes de vitalidad e instinto que sojuzgan su naturaleza con leyes, cultura, moral, educación, arte y fe.
Este reconocimiento produce en mí una creciente necesidad de expresar con la más severa honestidad que: odio porque existo, odio como expresión de mi deseo y voluntad; y amo, en tanto obedezca a mis instintos, en tanto me identifique con mi propia naturaleza.
Mis intenciones de fomentar tertulias filosóficas se dan cada fin de semana, cuando acompañados de una copa de whisky, mis invitados y yo organizamos un simposio improvisado de arte y literatura, y me doy cuenta de que quizás trasladé las conversaciones blogueras por conversaciones reales. Sin embargo, encuentro en ambas la excitación de siempre. Estos dos tipos de debate no son excluyentes sino complementarios. Compartiré mi concepción del mundo con total libertad en donde me sienta más cómodo y cuando lo considere necesario.
De igual manera, debo reconocer que uno de los motivos que me animó a escribir el presente artículo fue una de las columnas del músico peruano Pedro Suárez Vértiz en la revista Somos, en donde intenta dirigirse a nosotros, los ateos, y termina exponiendo una verdad subjetiva y un razonamiento que parece haberle sido útil. Sobraría aquí una crítica más, ya que algunos de mis colegas han tenido en su momento la oportunidad de refutarlo lo suficiente.
Considero plausible el hecho de que se publicara un artículo de dicho calibre, con la valentía de abordar el tema sobre el conflicto ciencia/religión, haya o no acertado su autor al final. Pocos tienen idea de lo positivo y beneficioso que son estos temas tan transcendentales como el escrito por Pedro. Precisamente, aquí renacen mis ganas de comunicar y de imponer mis ideas sobre las de algún cristiano más. La voluntad no muere.
Por otro lado, puedo discrepar con algunos de mis colegas ateos y mostrar mi postura –no inalterable– con relación a la existencia de Jesus de Nazareth,  personaje tan necesario para explicar los orígenes de la moral judeo-cristiana, y aceptar que es muy probable que haya sido un auténtico rabí, que predicó ideas tan subversivas que calaron en el subconsciente del mundo occidental (no sin aplaudir la esmerada labor de Pablo de Tarso, claro está), pero que jamás tuvo un origen divino.
Precisamente, esa es mi tarea: desbaratar la mierda de vez en cuando. La misma que encuentro en la prensa, una prensa que puede llegar a repartirse la misma fuente entre 10 o 12 diarios y que decide qué debe saberse y qué no. Ahí, dentro del silo en el que me hallo, debo admitir que es una de las más falsas profesiones que he podido conocer por lo distante que puede llegar a estar de la objetividad y la verdad.
Finalmente, y a pocos días de celebrarse la transfigurada fiesta del Sol Invictus, que conocemos comúnmente como Navidad, debo preguntar: ¿qué es preferible: la belleza o la verdad?. Si tu respuesta es la belleza, entonces tu mundo se rige por los principios del idealismo y se ampara en el velo de las apariencias para superar el sufrimiento; en su camino no conocerá límites y podría cruzar las tierras del sentido común. Despreciarás, aunque no conscientemente, lo natural de la existencia y tu conciencia se apaciguará con el bastón imaginario de la fe y la religión.
Pero si vives en la búsqueda de la verdad, no hay distracción válida: no creerás ni necesitarás de mitos -como la idea de Dios- ni te hará falta alguna otra creación humana para sentirte realizado y completo. El carácter dionisiaco de la vida no será más algo que debas ignorar o cubrir con alguna elucubración cultural. Entenderás que el sufrimiento y el caos es inherente a ser y al cosmos, y no por ello, menospreciarás ni desperdiciarás tu valioso tiempo con la falsa esperanza de una vida después de la muerte. El presente cobrará un sentido único, en el que realmente se aprecia cada hora, minuto y segundo vivido.
El discípulo de la verdad abrazará la vida y dará la cara a lo irónico e injusto que la existencia puede llegar a ser, y rechazará “la apariencia” llegando a comprender que el sinsentido de la vida solo se justifica como fenómeno estético.
Si se busca la verdad, se llegará a comprender que Dios ha muerto, y que le hemos matado nosotros mismos. Prueba de ello es que aún tenemos las manos cubiertas de sangre.

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