Por: Juan Carlos Tafur
Que el Congreso haya puesto casi en riesgo un simple permiso de viaje a Ollanta Humala y el desmadre gubernativo en referencia al tema de la inseguridad ciudadana son la cabal expresión terminal de un régimen que culmina sus días sin grandeza.
El propio Humala es responsable de haber perdido toda capacidad política. Le encargó los asuntos personalísimos de la majestad presidencial a su esposa, Nadine Heredia, quien con terrible incompetencia perforó, primero, la estabilidad de los gabinetes ministeriales, luego destruyó la precaria mayoría legislativa y, finalmente, abortó la candidatura nacionalista al sillón de Pizarro.
Uno podría tolerar semejante implosión si al menos el inquilino palaciego hubiese asumido esas pérdidas o costos en función de una política agresiva de reformas estructurales y de colisión con intereses retardatarios del país, pero Humala creyó que la Hoja de Ruta era su mejor pretexto para no hacer nada o para dedicarse a asuntos menores, como el manejo tecnocrático de los programas sociales, que, siendo bueno, no califica como gran reforma estructural.
El mayor pasivo de esta gestión es el desastre de la lucha contra la delincuencia. Siendo ese su principal capital electoral y que contribuyó a su triunfo en el 2011, Humala ni siquiera pudo activar el Consejo Nacional de Seguridad Ciudadana, dejando a la buena de Dios a sus mejores colaboradores (Pedraza, Urresti o Pérez Guadalupe).
El de Humala ha sido un Gobierno derechista mediocrón, sin fuerzas para hacer realidad la gran apuesta de la transición democrática: la de fortalecer las instituciones y tornar más equitativo el crecimiento económico.
Descolorido final para quien llegó al poder prometiendo transformar el país y refundar la República -objetivos quizás grandilocuentes, pero al menos épicos- y ha terminado siendo un incoloro e intrascendente protagonista de la mayor crisis de orden interno de la historia.
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