Probablemente, es inevitable que las campañas electorales se conviertan en torneos de ataques y acusaciones entre los candidatos. Ello es todavía más cierto cuando, en una segunda vuelta, solo quedan dos postulantes en competencia. La política electoral deviene, lamentablemente, no solamente un ejercicio de convencimiento de los ciudadanos sobre las virtudes propias sino también un intento de descalificación del oponente.
Ello no debe conducir a los ciudadanos a la resignación o a la conformidad. Tenemos el derecho y la obligación de reclamar que una decisión tan trascendente como la elección de un nuevo gobierno se realice sobre la base de propuestas serias, expresadas con veracidad y sometidas al escrutinio público.
Se dice que la política es el arte de lo posible. Pero esa no es toda la verdad. La política es también la dimensión de los proyectos, de la postulación de ideales que se aspira a cumplir, a pesar de las restricciones que inevitablemente rodean a la coexistencia social. La política es, también, el espacio donde postulamos nuestras expectativas y nuestras demandas, donde reclamamos una realidad diferente. Y si bien tales expectativas, demandas y reclamos han de atender siempre al principio de la realidad y estar basadas sobre un conocimiento de lo empíricamente existente, al mismo tiempo deben responder a convicciones éticas y a una cierta comprensión del bien personal y comunitario.
Es esa idea general de la política lo que ha de ser rescatada y protegida. Es imperativo evitar que las características del clima electoral conduzcan a ampliar el escepticismo y la actitud cínica hacia la ética pública, fenómeno que no ha hecho más que expandirse en las últimas décadas. Una sociedad que, en nombre de cierto realismo político, se resigna a pensar que la política es el reino de la invectiva, de la mentira, de la búsqueda inescrupulosa del poder, es una sociedad ya derrotada y en la que difícilmente se podrán enraizar nuevos proyectos de regeneración.
Ciertos espacios de la sociedad organizada están desplegando esfuerzos por evitar que esa noción desmoralizante se imponga definitivamente en el país. Planteando propuestas de gobierno y pidiendo a los candidatos que se pronuncien ante ellas. Con esa actitud nos dicen que nuestro lenguaje puede y debe servir para algo más que la demagogia, para la justificación de las propias faltas y la liquidación simbólica del opositor. Nos dicen algo central: que en la política en general y en la política electoral en particular, la verdad sí importa. Esto es, que la primera obligación de quien solicita el voto ciudadano debería hablar con veracidad y con honestidad. Ese es requisito moral indispensable que ha de cumplir quien aspira a ser gobierno.
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