Mayo es el mes más cruel para muchos peruanos. Ayer, la parca en su
sombra de congojas se llevó a Oswaldo Reynoso, uno de los grandes de la
narrativa peruana. La pluma de Reynoso movida por la historia, ahondó en
zonas ocultas, en estratos profundos del alma, las costumbres y la
jerga de la Lima del siglo XX.
Reynoso, nacido en Arequipa en 1931, participó en la insurrección del
pueblo mistiano, que, bajo el comando de Teodoro Núñez Ureta, derrotó a
las fuerzas del orden en 1950. En aquella época vino a Lima. Un buen
día, visitó mi casa, pues nos unía una militancia política. Revisó mi
incipiente biblioteca y practicó un saqueo. Los libros que se llevó
prestados no conocieron el camino de regreso.
Su primer libro, Los inocentes, publicado en 1961, espantó a los
beatos y encandiló a los jóvenes. Su descubrimiento del mundo suburbano y
subterráneo de Lima es hasta ahora vorazmente leído por los muchachos.
Ese relato fue saludado por José María Arguedas, quien lo presentó en
el bar Palermo de La Colmena, bar que era el santuario de la vanguardia
intelectual de la contigua Casona de San Marcos.
Oswaldo me contó años después que en esa ocasión, al ver en una mesa
al solitario bebedor Martín Adán, se acercó tímidamente al poeta y le
obsequió un ejemplar de su libro. A los pocos días, en el mismo bar,
preguntó a Martín qué le había parecido su obra. “Estoy asustado”, le
respondió el maestro, “pero no por su libro, sino por usted. Un escritor
como usted va a sufrir mucho en el Perú”.
Reynoso no se asustó, y siguió creando. Se cumplió, por cierto, la
profecía de Martín Adán, vidente de lo evidente, como gran poeta que
era. Más de un crítico criollo lo motejó de pornográfico.
Después de estudiar en San Marcos y en La Cantuta, donde luego
ejerció la docencia, Reynoso partió a China, a trabajar como traductor.
De esa intensa experiencia nace lo que yo considero su novela mayor, Los
eunucos inmortales (1995). En la primera página de ese relato hay lo
que he llamado un taraceo magistral. Relatando las protestas de la Plaza
Tananmén, Pekín, 1989, el escritor introduce un episodio de la rebelión
de Arequipa, 1950. De un plumazo, cargado de energía histórica, el
autor nos hace sentir la vibración de dos pueblos.
Alguna vez me explicó que el título aludía a los eunucos, los
castrados, a quienes los emperadores chinos encargaban la custodia de
sus concubinas. Como estos no trabajaban ni se enamoraban, se
convirtieron en sabios consejeros de su amo. Me decía Oswaldo que en la
China estaba surgiendo una casta de burócratas políticos, que no eran
eunucos, pero servían al poder para gozar de privilegios.
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