Por: Juan Carlos Tafur
No está bien, en términos abstractos, que una campaña esté salpicada de guerra sucia o golpes bajos. Lo ideal es que nos enfrentemos a un combate de propuestas y que el elector juzgue racionalmente cuál es la mejor opción.
Pero solo una campaña plagada de imprevistos o crisis temporales permite discernir lo que quizás sea la mayor prueba de los candidatos y es lo que en Estados Unidos los estrategas de marketing político llaman “la prueba de carácter”, la misma que se aplica especialmente en situaciones de escándalo.
Mal podría un candidato gobernar un país, en cuyo ejercicio los problemas y escándalos abundarán, si no puede sortear cualquiera de los obstáculos que se le ponen al frente en plena campaña.
En la medida que revela los entresijos de personalidad de quienes aspiran a gobernar un país endemoniado como el Perú, bienvenida la batalla campal. El carácter imprime los actos de un gobierno mucho más que los equipos técnicos o las propuestas de gobierno.
Keiko Fujimori atraviesa en estos momentos una durísima prueba. No es poca cosa que la DEA, la agencia norteamericana de lucha contra el narcotráfico, pueda tener en curso una investigación a su brazo derecho y secretario general de Fuerza Popular, Joaquín Ramírez (por cierto, interesa poco o nada si existe o no alguna intencionalidad política en el gestor o en el medio que lo propala).
Una fallida reacción inicial exige ahora una sobrerreacción de la lideresa de Fuerza Popular. El informe periodístico puede ser revelador, aunque resulta deseable que en los próximos días adquiera mayor contundencia, pero desde ya, quien ha contribuido a multiplicar sus efectos ha sido la propia Keiko Fujimori con una respuesta inicial a todas luces equívoca. Veremos si basta la reacción posterior para detener la bola de nieve.
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