sábado, 10 de mayo de 2014

Universidicidio y legicidio

Iván Rodríguez Chávez (*)
Dictar una ley universitaria en el siglo XXI y en vísperas de cumplirse el bicentenario de la independencia merece una concertación de opiniones para crear con la nueva norma las condiciones que necesita para su desarrollo.
Ningún ciudadano niega la potestad del Estado para legislar, pero el órgano llamado a hacerlo tiene que sujetarse a reglas de procedimientos que garanticen a las personas y a la sociedad la estabilidad jurídica, el interés nacional, el respeto a los derechos.
Cautelando la institucionalidad que implica un Estado republicano y una democracia representativa, la teoría constitucional y la normativa vigente han previsto como fin del Estado el bien común que se alcanza no solo con la justicia distributiva sino con el respeto de los procedimientos, cuyas normas que los regulan tienen categoría de orden público.
En esta convocatoria de consideraciones, si bien al órgano legislativo le corresponde dictar la ley, no lo puede efectuar como lo viene haciendo. Con este procedimiento el Congreso de la República se desprestigia porque aparece de espaldas a la comunidad, tratando de imponer reglas que no son las adecuadas para mejorar el rendimiento institucional universitario, sin escuchar razones y en actitud punitiva.
Así como este proceder afecta al colectivo, también se desfigura el perfil del legislador en tanto ciudadano elegido, y como tal premunido de la función de representación que establece un vínculo entre él y sus electores.
Normalmente el legislador debe ser una persona que escucha y dialoga, no que insulta y se afirma como dueño de una verdad que no corresponde al mundo democrático y jurídico.
Una ley universitaria no puede ser mensajera de castigos ni con la intención de perjudicar a las que salvan el honor del país por el nivel de calidad alcanzado, no obstante sus carencias materiales provenientes de una permanente desatención del Estado.
Ahora que después de los veinte años de violencia terrorista que afectó tanto a las universidades, comenzamos a insertarnos en el mundo, y el Perú ya es destino de universitarios europeos, asiáticos y latinoamericanos, que vienen a estudiar a través de programas de intercambio, resulta ahora amenazado de perderse todo.
La universidad peruana está participando en activos programas de internacionalización mediante convenios celebrados de universidad a universidad. Está en procesos de acreditación y con la conciencia clara y definida de la cultura de la evaluación, con actividad interna dirigida a la mejora continua. Ella no tiene por qué ser desarticulada, frustrar sus proyectos y programas con una ley desde su inspiración inconveniente, desacertada y de efectos negativos a la vista.
Nada justifica el despojo de su autonomía. Más bien, antes de recortarla hay que fortalecerla y hacerla real y efectiva. La autonomía entraña libertades y estas no se pueden cercenar con sofismas y falacias. Si hay algunas situaciones atípicas en algunos centros universitarios jamás pueden servir de pretexto para destruir todo lo bueno que existe y que intencionalmente se niega y se ignora. En todo caso, actualmente la legislación cuenta con los órganos y procedimientos para corregirlas, pero nunca en nombre de ellas puede causarse un daño irreparable al país en la era de la información y del conocimiento.
El Congreso de la República no tiene facultades para el atropello. Como Poder del Estado y fuente de la representación, que la ejerza para bien de la sociedad. Su actuación colegiada e individual debe ser ejemplar. Legislando tiene que ser cuidadoso de enmarcar su proceder en la Constitución y la ética, a las cuales está sujeto. Si actúa mal herirá de muerte la fe cívica, la moral pública y los ciudadanos no tendrán dónde poner los ojos en pro del bien, la justicia y el desarrollo nacional.
La universidad merece una buena ley que respete, consagre y otorgue su autonomía como el faro de libertades que hace crecer al país. 
(*)Rector de la Universidad Ricardo Palma Expresidente de la ANR.

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