viernes, 2 de enero de 2015

¿Corrupción institucional?

Uno de los fenómenos más perturbadores de entre los observados durante el 2014 ha sido la expansión y el arraigo de la corrupción en el Estado ante la sospechosa pasividad o  inoperancia de instituciones y autoridades. La nómina de autoridades electas y nombradas investigadas por diversas formas de aprovechamiento ilícito del patrimonio público es inquietante. Pero también lo es la actitud complaciente, cuando no cómplice, de diversos medios de comunicación, que deberían cumplir un rol crítico y fiscalizador, así como el apoyo de un sector del electorado a candidatos sospechosos de tales manejos sucios.
Eso quiere decir que no son solamente las organizaciones políticas y las instituciones oficiales las que se encuentran corroídas por el deterioro de valores morales fundamentales, sino que nuestra propia cultura, las actitudes ciudadanas hacia el robo y el abuso de poder, también son partícipes de esa demolición de la ética pública.
Lo indicado fue patente en el último proceso de elecciones regionales y locales donde un elevado número de candidatos regionales con historias y expedientes turbios recibieron el respaldo del electorado. En la campaña electoral por la alcaldía de Lima, como es sabido, la frase que aconseja “robar, pero hacer obra” fue recibida como una suerte de máxima de pragmatismo político y no como lo que es: una celebración pública del cinismo.
Se puede decir, ciertamente, que la votación por candidatos corruptos no refleja necesariamente una orientación “inmoral” de la ciudadanía sino, en todo caso, la carencia de una mejor oferta entre la cual escoger. Eso es parcialmente cierto: el electorado elige  desde ya décadas entre las opciones deleznables que le presenta un sistema de partidos precario, improvisado y ajeno a toda vocación de servicio público. Pero al lado de esa penosa restricción de nuestro sistema político hay que sopesar, también, el discurso público dominante y la carencia de crítica al respecto. El hecho de que muchos medios de comunicación influyentes aplaudan la corrupción de los políticos como un signo de ingenio, o que estén siempre dispuestos a pasar por alto la inmoralidad si se trata de favorecer a alguna opción política preferida, ha de ser visto como una grave amenaza para el futuro de nuestra democracia.
Ahora bien, más allá de la esfera electoral se presenta un panorama parecido. Los cuestionamientos al Fiscal de la Nación en las últimas semanas por sus presuntos nexos con la corrupción constituyen solo un ejemplo más de la degradación creciente de las instituciones públicas. Esa corrosión se afirma o se profundiza, por último, ante la negligencia, por así llamarla, de quienes tendrían la obligación de investigar y sancionar. El Poder Ejecutivo crea órganos contra la corrupción que devienen prontamente inoperantes; el Congreso ha convertido los casos de corrupción en simples oportunidades para el intercambio de favores o para la ejecución de represalias entre los diversos grupos parlamentarios; el Poder Judicial, sospechosamente, se muestra poco decidido a juzgar abusos contra el patrimonio público.
Asistimos, pues, al cotidiano despliegue de una pedagogía anticívica que, de algún modo, por acción o por omisión, “enseña” que la deshonestidad siempre puede quedar impune. Esta tendencia es un lastre para nuestra democracia, una deformación que la deslegitima diariamente de la cual hemos de tomar plena conciencia para, de modo congruente, combatirla en lo que nos sea posible.

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