jueves, 19 de septiembre de 2013

  • Comentarios sobre Siria y Sobre Alemania‏

El país está harto de ir a pelear en otros lugares e insta a Obama a que cumpla su promesa de terminar con un decenio de guerras, pero invito a reflexionar sobre un nuevo mundo sin la intervención de Washington

Timothy Garton Ash
El País, 14 SEP 2013

En la larga historia de los discursos pronunciados por presidentes de Estados Unidos, ¿ha habido algún otro más extraño que este? Con la solemnidad que corresponde a una declaración de guerra, el presidente Barack Obama informó a los estadounidenses, el martes por la noche, de que se había aplazado la votación en el Congreso sobre la acción militar porque Rusia estaba tratando de sacar adelante una iniciativa diplomática que podría —o no— someter las armas químicas sirias al control internacional. No fue precisamente el discurso de Gettysburg.
Todavía quedan muchos más giros en el camino a Damasco, pero la política que hemos visto estas semanas, desde el uso criminal de armas químicas en Siria el 21 de agosto, nos dice ya muchas cosas de Estados Unidos. Para empezar, nos dice lo que el propio Obama reconoció en su discurso televisado, citando una carta que le había enviado un veterano: “Esta nación está harta de guerras”.
Sobre este debate, como sobre los que se desarrollan en Europa, se cierne la sombra de Colin Powell (nada menos que él) y sus engaños y confusiones sobre las armas de Sadam Husein. Pero eso no es lo principal para la mayoría de los estadounidenses. Según una encuesta llevada a cabo esta semana por The New York Times y CBS, el 75% cree que el Gobierno sirio “probablemente utilizó” armas químicas contra civiles sirios, pero, aun así, la inmensa mayoría está en contra de la respuesta militar propuesta por Obama.
Todos los miembros del Congreso a los que he visto entrevistados en los canales de noticias de 24 horas son conscientes de ello, independientemente de que sean demócratas o republicanos y estén en favor o en contra de atacar Siria. No hay más que “tres o cuatro” de los mil y pico electores con los que ha hablado que defiendan la acción militar, dice el congresista Elijah Cummings, demócrata y partidario de Obama. El senador Rand Paul (hijo de Ron Paul), estrella en ascenso dentro del Partido Republicano, dice que las llamadas de teléfono que recibe están contra la guerra, en una propoción “de 100 a 1”.
Los estadounidenses están “hartos” de la guerra, sencillamente. No creen que haya servido para nada en Oriente Próximo. Ha costado billones de dólares, mientras ellos perdían sus empleos y sus hogares, salían adelante con dificultades, veían el deterioro de sus carreteras, sus hospitales y sus escuelas. Pero la gran ironía es que eso es precisamente lo que dice Obama. Es el presidente que asumió el poder para acabar con “un decenio de guerra” (unas palabras que volvió a utilizar en su discurso) y concentrarse en “nuestra propia construcción nacional”. Es decir, el sentimiento popular es el mismo que él reflejó y reforzó.
Y lo más irónico de todo: si el mejor enemigo de Obama, el presidente ruso, Vladímir Putin, no hubiera decidido acudir al rescate en el último minuto por sus propios intereses, ese mismo sentimiento le habría asestado seguramente un golpe mortal. Porque el lunes por la mañana todo hacía suponer que Obama iba a sufrir una derrota en la Cámara de Representantes y tal vez incluso en el Senado.
Para describir esta actitud que se percibe hoy tanto en demócratas como en republicanos se utiliza con frecuencia un término poco imaginativo: “aislacionismo”. No cabe duda de que Estados Unidos tiene un historial de refugiarse periódicamente en su inmensa indiferencia continental, como ocurrió tras la I Guerra Mundial. Pero esta vez la sensación es diferente. Aunque es evidente que la resistencia actual a intervenir está relacionada con algunos de esos casos tradicionales, hoy se produce en un país que no está en pleno e impetuoso ascenso en el escenario mundial, sino que tiene una temerosa conciencia de su declive relativo. En los años veinte, a los estadounidenses no les inquietaba que una China emergente les arrebatara la comida y luego se quedara con el restaurante. Hoy, sí.
Conviene mencionar también unos cuantos ingredientes concretos de esta tarta. Uno de ellos es Israel. No hace falta subrayar el peso que tiene la preocupación por Israel en la política exterior estadounidense en general y en su política para Oriente Próximo en particular. En estas semanas he leído varios análisis escalofriantes que identifican una realpolitik israelí cuya conclusión es que el resultado menos malo para ellos es que dos grupos de archienemigos suyos —el régimen de El Asad, con Irán y Hezbolá, y los rebeldes suníes, cada vez más islamistas, extremistas y en parte próximos a Al Qaeda— continúen matándose.
“Nuestra mejor perspectiva es que sigan dedicándose a luchar entre ellos y no se acuerden de nosotros”, declara un funcionario anónimo de los servicios israelíes de inteligencia a un periodista en buzzfeed.com. “Que siga la hemorragia, que se desangren hasta morir: esa es la estrategia”, dice Alon Pinkas, antiguo cónsul general en Nueva York. En comparación con esto, Maquiavelo parece Mahatma Gandhi.
Luego están los halcones intervencionistas, como John McCain y Paul Wolfowitz, que opinan que Estados Unidos debe actuar con más decisión y reforzar a los rebeldes más moderados para ayudar a derrocar a El Asad. No estarían satisfechos con un arreglo que tal vez no comprenda más que las armas químicas, y solo gracias a un acuerdo en el que los rusos sean los intermediarios. Junto a ellos se encuentran algunos políticos republicanos tan sectarios que su prioridad es acabar con Obama, más que detener a El Asad. Y también están los estrategas más veteranos —que son muchos, y sin ninguna relación con el ejército—, que estudian con detalle todas las repercusiones estratégicas para Estados Unidos y la región. El mensaje que transmiten, en su inmensa mayoría, es que hay que ser precavidos.
Por último, sigue habiendo unos cuantos progresistas al estilo de los años noventa, partidarios de la intervención humanitaria y marcados por las experiencias de Bosnia, Ruanda y Kosovo. Obama ha nombrado embajadora ante la ONU a una representante casi paradigmática de esta corriente, Samantha Power, autora de un libro publicado en 2002 y titulado A problem from hell: America and the age of genocide (Un problema infernal: Estados Unidos y la era del genocidio). Está claro que Siria es un problema infernal. Estos progresistas partidarios de la intervención humanitaria no son la voz predominante en una Administración caracterizada por un pragmatismo cauteloso y atento a la seguridad, pero están ahí.
Escribo esta columna en el 12º aniversario de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 que empujaron a Estados Unidos a ese decenio de guerra; de manera justificada en la reacción inmediata contra Al Qaeda en Afganistán y de manera injustificada y desastrosa en Irak.
Estados Unidos es hoy muy diferente. Es posible que, después de unos años de poner en orden sus propios asuntos, vuelva a ser —a pesar de sus defectos e hipocresías— el áncora indispensable de un orden internacional liberal. Pero, dado que no solo hay que tener en cuenta sus propios problemas estructurales sino, sobre todo, los cambios en la constelación mundial de poder a su alrededor, tengo mis dudas. A los numerosos detractores e incluso a los enemigos de Estados Unidos en Europa y todo el mundo, no les digo más que una cosa: si no les gustaba el viejo mundo en el que Estados Unidos intervenía sin cesar, a ver qué les parece un mundo nuevo en el que no lo haga.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige www.freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution, Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: Ideas y personajes para una década sin nombre.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

El matrimonio gay divide a los socios de la canciller (alemana)

El Constitucional alemán obliga a conceder los mismos derechos a las parejas homosexuales, excepto la adopción

El País, Colonia 18 SEP 2013
“Está claro que en este país los jueces y los ciudadanos han ido por delante de los políticos”. El dibujante que comenzó hace más de 30 años en el cómic underground y ha acabado vendiendo más de cinco millones de libros protagonizados por hombres que se enamoran de hombres no da crédito a que en Alemania aún no se haya aprobado el matrimonio gay. Aprovechando los últimos rayos de sol que caen en Colonia antes de que comience el frío, Ralf König se congratulaba ayer en una cafetería del centro de la ciudad por las numerosas sentencias del Tribunal Constitucional que decretan que todas las parejas deben gozar de los mismos derechos. Pero también lamentaba la última barrera que queda por franquear: la adopción.
“Le digo honestamente que la igualdad de derechos total se me hace muy difícil. No estoy segura de qué es lo mejor para el bienestar del niño [en el caso de la adopción]”, respondió la canciller Angela Merkel a un telespectador hace una semana. Las palabras de la mujer que aspira a dirigir de nuevo el país chocan con los partidos de oposición —socialdemócratas, verdes y los izquierdistas de Die Linke—, que llevan el matrimonio gay en sus programas para las elecciones del próximo domingo. Chocan también con sus socios de Gobierno liberales, cuyo antiguo líder y aún ministro de Exteriores, Guido Westerwelle, se muestra en público sin ningún tapujo con el que sería su marido si la ley lo permitiera.
Y chocan, en fin, contra un sector del propio partido democristiano de la canciller. “Si la CDU quiere seguir siendo un partido de masas, debe tener en cuenta la cambiante realidad. No podemos decir simplemente que algo está bien porque siempre ha sido así”, dijo hace unos meses en una entrevista el poderoso ministro de Hacienda, Wolfgang Schäuble, poco sospechoso de alinearse con izquierdistas radicales.
Jens Spahn, diputado de la CDU, prefiere fijarse en los avances que ha hecho su partido, y no en el terreno que le falta por recorrer. “Hace cuatro años habría sido impensable un debate abierto como el que tuvimos en nuestro congreso de finales del año pasado. Hoy estamos todos de acuerdo en la equiparación de derechos, sin contar la adopción. Y todo esto lo hemos conseguido sin grandes manifestaciones en contra como en Francia o España”, asegura. Spahn —que pertenece al grupo bautizado como los 13 salvajes en referencia a los 13 parlamentarios democristianos que pelearon por la igualdad— apuesta por ir convenciendo poco a poco a los más reacios al cambio. “La confrontación no ayuda a nadie. Estoy convencido de que en un par de años habremos avanzado más”, concluye.
Pero a Merkel —tras el apagón nuclear y el fin del servicio militar obligatorio— le quedan pocos eslóganes que mostrar a su electorado más conservador. Y excluir a las parejas gais de la adopción es uno de ellos, pese a las encuestas que muestran una clara mayoría de alemanes a favor de equiparar matrimonio y parejas de hecho. Según un estudio publicado por la revista Stern, esta mayoría se daba incluso entre los votantes de la CDU, cuya C proviene de la palabra Cristiano. Apoyaban la iniciativa un 64% de los democristianos consultados, frente a un 74% en la población en general.
Frente al Rin se erige el monumento que sirve de homenaje a las decenas de miles de personas que cayeron víctimas del nazismo por su orientación sexual. “Muertos a palos. Muertos por el silencio”, se puede leer. A su lado, el activista Klaus Jetz recuerda que el párrafo 175 del Código Penal, que castigaba las relaciones entre hombres, estuvo en vigor desde la fundación del imperio alemán, en 1871, hasta 1969. “Hemos avanzado mucho desde entonces. Ya tenemos una situación legal muy buena. Nos falta dar el último paso para poder ocuparnos de asuntos más importantes, como los derechos humanos en países como Rusia”, señala Jetz, director de la Federación de Lesbianas y Gais de Alemania.
En el camino hacia la igualdad, Alemania ha ensayado una vía propia. No ha copiado el modelo del matrimonio iniciado en Holanda, Bélgica y España, y al que ahora se han apuntado los otros dos gigantes de la UE, Francia y Reino Unido. Pero un goteo de sentencias en los últimos años ha permitido que las parejas de hecho puedan beneficiarse de la declaración de impuestos conjunta y de otros privilegios que hasta ahora eran exclusivos de los matrimonios tradicionales.
La imposibilidad de casarse ha tenido un efecto directo en vidas como las de Judith Steinbeck. Esta psicoterapeuta narra desde su consulta de Colonia los problemas que la actitud del partido en el Gobierno le ha ocasionado en los últimos años. “Hace 13 años que adopté a una niña vietnamita. En todo este tiempo, no he podido inscribir a mi mujer como su madre. Así que llevo 13 años temiendo que me pase algo. No por mí, sino porque si yo desaparezco la ley alemana no garantiza que mi hija se quedaría con su otra madre”, protesta.
Su situación es una de las que ha regularizado el Constitucional. Gracias a la corte de Karlsruhe, la mujer de Judith Steinbeck ha podido iniciar el proceso para ser la madre legal de la adolescente. El Tribunal también ha obligado al Gobierno alemán a cobrar los mismos impuestos a los matrimonios que a las parejas de hecho. “Si hubiera podido hacer eso cuando mi mujer se cogió la baja por maternidad, nos habríamos ahorrado unos 500 euros al mes. Es una prueba más de cómo se nos ha tratado como ciudadanos de segunda”, se lamenta desde su consulta, rodeada de láminas de pintores como Matisse o David Hockney. Pero si Steinbeck y su mujer decidieran hoy adoptar otro hijo, no podrían hacerlo como pareja. Esa es la diferencia que seguirá existiendo entre su familia y una compuesta por un hombre y una mujer. Y, si Merkel sale reelegida y no cambia de parecer, esa diferencia continuará existiendo tras las próximas elecciones.

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