viernes, 13 de septiembre de 2013


40 años y punto final

Gustavo Mohme Llona
Cuarenta años después, la sociedad chilena ha recordado con pasión el golpe de Estado del 11 de setiembre contra el gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular. Lo ha hecho menos dividida que antes, a pesar de que ahora los herederos de Augusto Pinochet se encuentran en el gobierno. Días antes, una encuesta del Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea, de Santiago, indicaba que el 76% de los chilenos considera a Pinochet un dictador y el 75% cree que se mantienen las huellas dejadas por el régimen militar.
Hace falta colocar algunas cifras para recordar el grado de violencia y muerte de la dictadura. Las primeras semanas del golpe pasaron por el Estadio Nacional de Santiago 40 mil detenidos. Con el retorno de la democracia se intensificó la búsqueda de la verdad y la memoria. El Informe Rettig elaborado por la Comisión de la Verdad y Reconciliación de 1991 situó en 2,297 las muertes, entre ejecuciones y desapariciones. La Comisión Valech, del año 2004, presentó un informe que indicaba más de 30 mil víctimas, de ellas 28 mil detenciones ilegales, tortura y ejecuciones judiciales. El segundo informe de dicha comisión, emitido el 2011 luego de 18 meses de trabajo, reconoce 40,018 víctimas, entre ellas 3,056 muertos y desaparecidos.
En el recuerdo se abre paso la memoria de un régimen que incursionó con fuerza y violencia usurpando el poder que las urnas le entregaron a una coalición política, instalando un estado de cosas violatorio de los derechos políticos, sociales y económicos. El mayoritario rechazo de ese acto de fuerza es un síntoma de la maduración democrática de ese país y una puerta promisoria para encarar, casi
25 años después del abandono de Pinochet del poder, la reforma de su herencia institucional con la que batalla la larga transición chilena.  
El progreso de la memoria en Chile ha forzado a los defensores de la dictadura a modificar su discurso. Este año no se han tenido celebraciones públicas de la epopeya militar como en el pasado. Al contrario, en los actos oficiales se ha empezado a poner énfasis en el dolor causado para todos y se han escuchado los primeros pedidos de disculpa aunque aún matizados por la insistencia de echar en Allende algo de responsabilidad y reconocimiento del nefasto papel que cumplieron la justicia y los medios de comunicación colocados a los pies de la dictadura.
Chile ha madurado en un doble sentido en relación con el golpe de 1973; por un lado reconoce como un acto dañino el pronunciamiento militar, ahora sin ninguna justificación pública, y por el otro asocia los actuales problemas de la política y la economía chilenas al diseño del régimen que gobernó entre 1973 y 1990. Lo segundo profundamente revelador, porque derriba la idea predominante en Chile y fuera de él de que el costo político democrático del gobierno militar se justificaba por el establecimiento de un modelo precursor del Consenso de Washington que era preciso imitar. El llamado efecto bueno pinochetista también ha llegado a su fin.
Es muy probable que en este estado de cosas el gobierno que se elija en el vecino país este año sea el último de la transición iniciada en 1989 cuando casi dos tercios de chilenos votaron por el futuro, un no positivo en el referéndum que desalojó del poder a los militares. En ese sentido, los próximos años serán en ese país muy aleccionadores para la región.
 

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