Así como el ejercicio opositor del fujimorismo exige romper la espiral del resentimiento, de parte del ganador, Pedro Pablo Kuczynski, se requiere una gran dosis de realismo.
PPK no puede gobernar sin el concurso o allanamiento del partido naranja. No hay forma, ni siquiera en una democracia presidencialista como la peruana, de que pueda llevar a cabo una gestión más o menos fluida si no establece canales de diálogo y de coordinación con quien detenta el poder en el Congreso.
Algunos afiebrados de la izquierda allegada a Kuczynski le hablan al oído y le hacen creer que el mejor camino es el de la confrontación. ¿Para qué detenerse en minucias si está a la mano el recurso de la disolución del Congreso, en la eventualidad de que el fujimorismo se ponga bronco?
La pregunta de rigor es si PPK se animaría a destruir su propia viabilidad democrática, al son de un entercamiento político. ¿Está dispuesto a cerrar el Parlamento y a gobernar, entre tanto se convoca a nuevas elecciones, sometido al control de una Comisión Permanente tan fujimorista, o más, que el propio Pleno?
Peor aún, ¿no tendría reparos en someter al país entero a la incertidumbre de una nueva elección, en la que seguramente el fujimorismo obtendría una nueva mayoría o una primera minoría, y donde si algún grupo beneficiario de la crisis habría no sería su agrupación, si no la izquierda, la que le aplicaría mayor rigor opositor que el propio bloque naranja?
Ojalá Kuczynski entienda que debe dar los pasos necesarios para sobrellevar la particularidad de gobernar con un Congreso de mayoría ajena. Y si eso pasa no solo por una disculpa protocolar, sino por una admisión de que se excedió al acusar de organización criminal a sus contendores, pues deberá estar dispuesto a hacerlo.
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