Por: Juan Carlos Tafur
Que el Estado peruano se comprometa a diseñar y ejecutar una política pública vinculada a la búsqueda e identificación de los miles de ciudadanos desaparecidos en los veinte años de despliegue subversivo en el país (1980-2000) es de vital importancia presente.
No es un ejercicio de memoria pasiva lo que se promueve, sino uno de profundo arraigo en la vida de los deudos y familiares, quienes no han podido sobrellevar, como correspondía, el proceso psicológico natural en estos casos, cerrando de algún modo las heridas y procediendo a cicatrizarlas.
Al no tenerse cabal y plena información del destino de su padre, esposo, hijo o familiar, ese proceso ni siquiera se inicia, dejando a los deudos en una situación psicológica terrible, incierta, abierta, lacerante, generando inmensas disfuncionalidades que han sido largamente investigadas por la psicología clínica o el psicoanálisis.
Si hablamos de cerca de quince mil desaparecidos, sin noticia de su paradero, y estimamos alrededor de cien mil deudos directos y varios más indirectos, podremos entender el alcance del drama.
No sería extraño que buena parte de las familias emocionalmente fracturadas por este hecho sean las mismas que albergan a jóvenes o adolescentes que transitan por los predios de la disconformidad, la depresión o el delito, como mecanismo inconsciente de darle trámite a una situación que largamente desborda toda capacidad de la psique humana de procesarla.
Porque se trata, además, de heridas que se transmiten de generación en generación, en una suerte de trauma diferido que repite no solo el dolor, sino también la imposibilidad de una sana resolución, si cabe tal término.
El Perú está en capacidad de asumir los ‘costos’ de una memoria tan dolorosa y debe saludarse, por ello, que, aunque morosamente y con reticencias, finalmente este Gobierno haya promulgado la ley que dará inicio al proceso.
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