Tiene razón el presidente Ollanta Humala cuando acusa recibo de ser víctima de un juicio inequitativo por parte de la oposición o la prensa, pero carece de ella cuando saca pecho indicando que su Gobierno ha superado largamente a los anteriores.
Debe reconocerse que el manejo económico ha sido el correcto frente a la crisis internacional, pero no puede decirse lo mismo respecto del inmenso lastre que es el Estado a la hora de agilizar decisiones de inversión (el escándalo de los bloqueadores de celulares para los penales es el mejor botón de muestra de semejante lenidad).
Lo mismo puede decirse en materia de la reforma educativa, aunque, a pesar de lo avanzado, estamos a años luz de ver resultados efectivos en lo que concierne al objetivo central, que es elevar el nivel educativo. Se perdieron años valiosos, pero debe reconocerse que se encontró el norte.
Igualmente, deberá ponderarse el aporte tecnocrático en el manejo de los programas sociales, particularmente en Juntos y Qali Warma, a pesar del zarandeo mediático. Quizás el acento que tenían programas tipo Foncodes debió mantenerse, pero, en líneas gruesas, se ha avanzado.
No es tan válida esta mirada positiva en materia de la reforma del Estado, a pesar de los esfuerzos concentrados en Servir y en la búsqueda de instaurar la meritocracia en las planillas estatales. El Estado, después de cinco años de administración nacionalista, sigue siendo el mismo elefante blanco de antes.
El problema de fondo es que el balance no puede ser superlativo, ni para el Gobierno de Humala ni, por cierto, para los de García y Toledo, al considerar el inmenso número de reformas pendientes. Al ritmo de una o dos por cada lustro, el Perú recién construiría modernidad a mediados del siglo en curso. Demasiado tiempo para la urgencia.
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