Gabriel García Márquez escribió en diciembre de 1982 una crónica reveladora de su cultura musical y de su buen gusto empinado, como en otros escritores ilustres –Darío, Vallejo, Heine, Lora, Borges–, sobre dos mundos: el de la alta cultura y la cultura popular. Entre los textos que deja Gabo sobre su mundo musical, hay uno aleccionador: “Bueno, hablemos de música”.
Ese trabajo está incluido en el volumen Notas de prensa 1980-1994 del grupo Editorial Norma. Dice Gabo ahí que en una encuesta le preguntaron cuál música se llevaría, si solo pudiera llevar un disco a una isla desierta. “No he dudado un instante la respuesta: las suites para chelo solo, de Juan Sebastian Bach; y si solo pudiera llevarme una de ellas, escogería la número uno”.
De las varias versiones que conocía, dice, se llevaría la que más le conmovía, la de Maurice Gendrom, “junto con un libro único: una buena antología de la poesía española del Siglo de Oro”.
Confiesa el autor de El amor en los tiempos del cólera que “la música me ha gustado más que la literatura, hasta el punto que no logro escribir con música de fondo porque presto mucho más atención a ésta que a lo que estoy escribiendo”.
Precisa que sobre todo sus amigos más intelectuales se sorprendían de que el orden alfabético de sus preferencias musicales no terminara en Vivaldi. “Su estupor es más intenso cuando descubren que lo que viene después son colecciones de música del Caribe, que es de todas, sin excepción, la que más me interesa. Desde las canciones ya históricas de Rafael Hernández y el Trío Matamoros”.
El puertorriqueño Hernández, gran compositor de boleros, creó una canción bellísima y silenciada en homenaje a Pedro Albizu Campos, el héroe independentista de su patria.
García Márquez recuerda más adelante que, cuando vivía en Barcelona, recibió un telegrama de alguien que pedía su ayuda para escribir sus memorias. Firmaba El Inquieto Anacobero. Era el seudónimo de Daniel Santos. Otro día lo llamó Rubén Blades para decirle que quería cantar alguno de sus cuentos. Gabo añade: “Lo digo sin ironía. Nada me hubiera gustado en este mundo como haber podido escribir la historia hermosa y terrible de Pedro Navaja”.
En otra página de ese mismo volumen, “Sí: la nostalgia sigue siendo igual que antes”, se lee: “En nuestra casa de San Ángel, donde apenas si teníamos donde sentarnos, solo habían dos discos: una selección de preludios de Debussy y el primer disco de los Beatles”. En “Variaciones”, en el mismo libro, cuenta que en una tienda de discos de Los Ángeles escuchó una música “que no parecía de este mundo”. Se acercó al dependiente y le preguntó “con el alma en un hilo, qué disco era ese, tan parecido sin duda a los que se escuchaban los domingos en el cielo”. Era La creación de Haydn.
El referido artista, que alguna vez pidió limosna en el Metro de París, conocía de antemano la música del cielo.
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