Multitudinarias, cargadas de creatividad y fuerza, mayoritariamente juveniles y con un mensaje contundente: “¡#KeikoNoVa!”. Así fueron las protestas de los días pasados. Y no va, no por capricho de quienes creemos que un movimiento político que hizo daño profundo a los cimientos de la democracia, cuyo líder traicionó y humilló al Perú renunciando por fax a la presidencia de la República y posteriormente jurando lealtad al Japón –entre otros imperdonables que de sobra conocemos–, no debe volver al poder, sino porque pareciera que aquí, por fin, comienza a aplicarse la ley (la exclusión de las candidaturas de Julio Guzmán, por violar la democracia interna de su partido, y de César Acuña, por infringir la ley electoral al regalar dinero en campaña, serían clara señal de un JNE que administra la ley con firmeza y sin titubeo) aunque a esta le falta ser aplicada a todos por igual: Keiko Fujimori ha cometido la misma infracción que Acuña y la sanción por consiguiente debe ser la misma, según la Ley de Partidos Políticos vigente: una multa de S/. 395.000 y la exclusión del proceso electoral.
La candidatura de Keiko “pasaba piola”, nadie se metía con ella, los medios rara vez la mencionaban, y ella se mantenía en su sólido porcentaje de votantes nostálgicos por los logros del padre (quienes por miopía selectiva ni por un segundo se detienen en los crímenes que este cometió ni en el daño casi irreparable –hoy seguimos viendo las secuelas, tan vivas como entonces– que a la institucionalidad produjo). Y, de pronto, hoy, el antifujimorismo despertó con la misma intensidad con que lo hizo en la segunda vuelta del 2011: a Keiko, el ataque de nervios se le adelantó.
Algo del clima que se vive hoy está enrarecido, huele al año 2000, y las narices apuntan al fujimorismo. Ellos, encogidos desde que Montesinos dejó de ser el cerebro detrás, se revelan estáticos, se evidencian como el fujimorismo de siempre: torpes, achorados y de argumentos inverosímiles (la virgen de Chlimper ¿también llora?).❧
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