Plagiar una tesis doctoral debería ser imperdonable.
- Ian Vásquez
- Instituto Cato
Una amiga venezolana me envió este chiste cuando el chavismo y el peronismo sufrieron sus recientes derrotas electorales:
“Dijo el presidente argentino Mauricio Macri: ‘Hablé con el presidente Maduro y le aconsejé que renovara su Gabinete e hiciera como yo, cuando designé a los ministros en mi gobierno: la gran mayoría son PhD’. Dijo el presidente Maduro: ‘Hablé con el presidente Macri y seguí su consejo. En mi nuevo Gabinete la gran mayoría son HdP’”.
Es muy temprano para saber qué título académico tendrá el próximo líder del Perú, sea quien sea, o si lo habrá cambiado en el camino. A raíz de las acusaciones al candidato César Acuña de haber plagiado buena parte de su tesis doctoral, vale la pena reconocer lo lamentablemente común que es el plagio entre los políticos, y preguntarnos si algo podemos aprender de algunos casos sobresalientes.
Hay bastantes. En 1987, por ejemplo, el entonces senador estadounidense Joseph Biden, en plena campaña presidencial, se mandó un discurso refiriéndose a sus antepasados mineros y constatando ser la primera persona de su familia en asistir a la universidad. Cuando se descubrió que el discurso era en realidad del líder británico laborista Neil Kinnock, y que su biografía era muy diferente a la del británico, Biden tuvo que abandonar la campaña. No obstante, ni eso ni el hecho de que le descubrieron luego varios otros plagios impidió que llegara a ser el vicepresidente de Estados Unidos décadas después.
Al candidato presidencial republicano Ben Carson le encontraron plagios en uno de sus libros antes de que fuera candidato. Desde entonces ha surgido y bajado en las encuestas. El mismo Barack Obama, cuando era senador en campaña, plagió en un discurso a su amigo, el gobernador de Massachusetts, y finalmente no pasó nada. De manera parecida le encontraron casos de plagio al candidato presidencial republicano Rand Paul, pero muchas de sus fuentes eran centros de investigación a los que no les causó molestia.
Plagiar una tesis doctoral es una cosa evidentemente menos perdonable. Por habérseles descubierto tales delitos, dos ministros del Gabinete de Angela Merkel en Alemania dimitieron en años recientes. Un senador de Montana, en EE.UU., abandonó su campaña de reelección hace un año y medio cuando le encontraron plagios que cometió en la universidad.
Pero las consecuencias para los políticos en regímenes autoritarios son diferentes y podemos suponer que el plagio no califica entre los peores crímenes que han cometido. Vladimir Putin copió parte de su tesis universitaria, según el Brookings Institution. Un nuevo estudio del grupo Dissernet en Rusia encontró que uno de cada nueve diputados nacionales de ese país ha cometido plagio en su tesis doctoral. No les sucede nada.
No se queda atrás América Latina. Está el caso argentino de un diputado kirchnerista que presentó un proyecto de ley contra el plagio que, por supuesto, fue en parte plagiado. Entre los políticos peruanos, está el discurso de Alberto Fujimori ante la OEA en 1992 justificando su autogolpe (copiado de un estudio académico sobre Venezuela) y el plan de gobierno en la campaña del ahora candidato Alan García. Hay muchos ejemplos más.
El plagio siempre hay que condenarlo. Importa a qué nivel, bajo qué condiciones y qué tipo de plagio se ha cometido para adivinar las consecuencias políticas. Tenemos pocas expectativas de los políticos, pero plagiar una tesis doctoral debería ser imperdonable justamente porque se trata de un delito cometido antes de que uno fuera político –más aún si el político se presenta como el candidato de la educación–. Cómo vaya a terminar el caso de Acuña nos dirá más sobre el país que sobre Acuña.
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