A largo de la historia peruana, y seguramente para nuestro mal, las mujeres han brillado por su ausencia en la historia de la política
Por Jorge Yui
A largo de la historia peruana, y seguramente para nuestro mal, las mujeres han brillado por su ausencia en la historia de la política.
El Perú no ha tenido una Eva Perón, tampoco hemos tenido nuestras Adelitas, esas reacias soldaderas que inspiraron corridos y se batieron a balazos durante la Revolución mexicana. Hasta el siglo pasado, por ejemplo, nuestras primeras damas fueron a veces las encopetadas consortes de algún presidente de alta alcurnia y asumían una función decorativa.
O bien –cuando señoreaban la residencia presidencial gracias a los albures de los sables militares- permanecían entre las penumbras de la casa de Pizarro. No faltaron algunas celebérrimas excepciones que destellaron en el imaginario popular, como lo fue el caso de doña María Delgado de Odría, amiga íntima de Eva Perón y quien dedicó su actividad de primera dama a inaugurar escuelas, azuzar a muchos provincianos a invadir terrenos en lo que ahora es Villa María del Triunfo e incursionar en la política a título propio, como cuando candidateó a la alcaldía de Lima en los años 60.
La corrupción y los latrocinios del odriismo fueron de tal envergadura que alcanzaron para financiar la campaña del partido hasta en las elecciones a la Asamblea Constituyente, a fines de los 70.
Una primera dama no menos celebre fue doña Consuelo Gonzales de Velasco, la socialmente hiperactiva y viajera esposa del general Juan Velasco Alvarado, fundadora de la Junta de Asistencia Nacional (JAN), de quien se dice que pronunció la famosa frase: “Mitad para la JAN, mitad para mi Juan”, que provocara más de un escándalo soterrado de malversación de fondos destinados a obras de asistencia.
Otras han tenido menos fortuna con el escarnio público del divorcio, como la exmujer de Prado, o la primera esposa de Belaunde, o la exesposa de Alan García, o la cómplice –o víctima, o ¿ambas?– ex primera dama Susana Higuchi, ex de Alberto Fujimori y madre de doña Keiko Fujimori.
Pareciera que la señora Nadine Heredia no ha podido escapar a esta ominosa tradición. En su mejor época, elegantísima, más de una revista le dedicó portadas y sesiones fotográficas por su
impecable gusto a la hora de escoger carísimos vestidos. Pronto se perfiló como una Lucrecia Borgia criolla, a quien los ministros de su marido debían rendir cuentas, y ahora parece ser que personalmente recogía millones de dólares procedentes de la cornucopia corrupta de Odebrecht.
Que esos millones hayan sido utilizados para financiar campañas políticas o para alocados jolgorios de compras en Miami no tiene mayor importancia. Lo que queda claro es que la corrupción en ciertas esferas no conoce género.
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