Desde hace ya unas décadas, hacia fines del siglo XX, fue estableciéndose como una táctica militar un tipo amplio y difuso de acciones al que se le ha dado el impreciso nombre de “terrorismo”. Quienes otorgan ese nombre tienen una idea determinada de lo que entienden por él; pero quienes lo reciben en realidad jamás se autodefinen como “terroristas”. De hecho, el autor de estas líneas aparece mencionado en un listado de la Fundación contra el Terrorismo en la república de Guatemala, pudiendo afirmar que yo no me considero para nada un terrorista. ¿Lo seré sin saberlo? ¿En qué consiste exactamente ser un terrorista?
Por Marcelo Colussi
mmcolussi@gmail.com
https://www.facebook.com/marcelo.m.colussi
Si bien
puede haber grandes diferencias entre los que así son designados, nadie que
reciba ese mote se reconoce -mucho menos se ufana de ser- “señor del terror”
sino, en todo caso, luchador social. Con lo que vemos que es muy difuso el
término, equívoco, hasta incluso engañoso. En verdad ¿quién es “terrorista”?
¿Qué significa con precisión ser un “terrorista”?
Siendo
estrictos, no hay una definición unívoca del término. En todo caso, puede
advertirse desde el inicio que su nombre mismo ya presenta una carga negativa:
evoca el terror. Un acto terrorista, por tanto, más que significado político
-según la lógica con que usualmente se usa en Occidente- es sinónimo de
“salvajismo”, comportando un mensaje ético, emotivo, más cercano a lo visceral
que a la conceptualización racional. Carga que no tiene, por ejemplo, la llamada
guerra convencional. Quien mata en guerra es un héroe. Ninguna bomba inteligente
de alta tecnología es asesina, es terrorista, pero sí lo son, por ejemplo,
quienes resisten a la ocupación estadounidense en Irak. O, según las nuevas
leyes antiterroristas que vamos viendo por diversos países latinoamericanos,
quienes se oponen a las industrias extractivas de capitales globales (minería,
explotación petrolera o gasífera), o quienes simplemente alzan su voz como
protesta por la carestía de la vida. ¿Tiene sentido eso, o se trata sólo de un
discurso de dominación, un ejercicio de poder? En el Manual de Entrenamiento
Militar de la Escuela de las Américas de Estados Unidos puede leerse como una
sana recomendación para sus alumnos, por ejemplo: “aplicar torturas, chantaje,
extorsión y pago de recompensa por enemigos muertos”. ¿Eso es guerra limpia o terrorismo? Más aún: ¿es posible que haya guerra limpia? El terrorismo, ¿en qué categoría entra?
Pero entonces, en definitiva: ¿qué es el terrorismo? ¿Hay alguna definición seria al respecto? De hecho se han aportado varias, pero los mismos ideólogos que debaten sobre sus propiedades no terminan de encontrar una versión convincente. El Departamento de Estado de los Estados Unidos de América en uno de sus Informes anuales sobre “Tendencias del Terrorismo Mundial”, antes de definirlo siquiera comienza diciendo que “la maldad del terrorismo siguió azotando al mundo este año, desde Bali hasta Grozny y hasta Mombasa. Al mismo tiempo, se libró intensamente la guerra mundial contra la amenaza terrorista en todas las regiones, con resultados alentadores”, con lo que, ante todo, se parte de una valoración: el terrorismo es intrínsecamente “malo”. Acto seguido lo caracteriza diciendo que “se constituye, tanto en el ámbito interno como en el mundial, en una vía abierta a todo acto violento, degradante e intimidatorio, y aplicado sin reserva o preocupación moral alguna”.
El ex presidente George Bush declaró durante su mandato que “no se cansará, no titubeará y no fracasará en la lucha por la seguridad del pueblo estadounidense y por un mundo libre del terrorismo. Seguiremos sometiendo a nuestros enemigos a la justicia o les llevaremos la justicia a ellos”. Claro que esa justicia puede ser la invasión militar, obviamente, pasando por sobre el derecho internacional
y las resoluciones de la ONU. En nombre de la lucha contra este declarado
“flagelo”, está visto que puede hacerse cualquier cosa. ¿Tan malo es el
“terrorismo” que da lugar a todo tipo de intervención, incluidas guerras
preventivas -hasta con armamento nuclear, como llegó a pretender en algún
momento la Casa Blanca contra Irán muy recientemente- o hay ahí “gato
encerrado”? Obviamente el hecho de concebir una situación tan tremendamente
compleja como ésta en los maniqueos términos de “buenos” y “malos” (versión
hollywoodense por cierto) nos advierte que ahí hay demasiada mentira
acumulada.
De
acuerdo a datos suministrados por el mismo gobierno federal de Washington, el
“terrorismo” mata en el mundo, en promedio, 11 personas por día, la misma
cantidad que muere por hambre… ¡en menos de un minuto!, o que contrae el VIH
cada cinco minutos. Pero curiosamente la Casa Blanca utiliza 100 veces menos
presupuesto en su lucha contra el SIDA que lo que emplea para su guerra
preventiva contra el “terrorismo”. ¿Acaso representa una mayor amenaza a la
seguridad de la especie humana el siempre mal definido e impreciso “terrorismo”
que la pandemia de SIDA que hoy día nos aqueja, o la hambruna crónica que sigue
habiendo?
El tema
es complejo, y estamos dominados por un cargado discurso ideológico que la
manipulación mediática de estos últimos años nos legó y sigue alimentando a
diario: algunos soldados (en general blancos, rubios, amantes de la libertad y
la democracia según se nos dijo -y de la Coca-Cola-) suelen ser los “buenos” en
toda esta urdida historia, y los “terroristas” -que curiosamente no son
blancos…ni toman Coca-Cola- suelen ser los “malos”.
¿Son
prácticas “terroristas” las guerras de guerrillas, las guerras de liberación
nacional, las luchas anticolonialistas? ¿Cuándo empiezan a ser “terroristas” las
acciones militares? Por cierto que el campo conceptual es amplio, difuso,
cargado ideológicamente. Si lo que busca el “terrorismo” es crear conmoción y
pavor -según una sesgada visión-, eso fue lo que logró, por ejemplo, la invasión
angloestadounidense en Irak, a punto que así se designó oficialmente la
operación (“Conmoción y pavor”); y no se la llamó “invasión terrorista”.
¿Quiénes son más “terroristas”: las guerrillas antiimperialistas
latinoamericanas o los grupos musulmanes antisionistas?, ¿el ejército israelí o
la ETA vasca?, ¿las tropas rusas en Chechenia o los comandos chechenios en
Rusia?, ¿las bombas nucleares que podrían lanzar Estados Unidos o Israel sobre
Irán o los zapatistas de Chiapas?
Como
vemos, las posibilidades que pueden caer bajo el arco de “terrorismo” son por
demás de amplias: una bomba en un restaurante, una emboscada a una unidad de un
ejército regular, un ataque aéreo de un país contra otro, son todas acciones
igualmente violentas, con resultados similares: muerte, destrucción, terror en
los sobrevivientes. ¿Cuál de ellas es más “terrorista”? Y por otro lado -quizá
esto es lo esencial-: ¿quién las define como “buena” o “mala”?, si se quiere:
como “terrorista” o como “no-terrorista”.
Es obvio
que el término no es nada inocente; su utilización arrastra una tácita condena:
habría una violencia legítima -la que puede ejercer un Estado contra otro, o la
que ejerce contra insurrectos que se alzan contra el orden constituido-, y una
violencia no legítima a la que le cabe el mote -por cierto despectivo- de
“terrorismo”. La diferencia estriba no precisamente en una consideración ética
(la violencia es siempre violencia, y ninguna es más “buena” que otra) sino en
un ordenamiento jurídico que se desprende, en definitiva, de relaciones de
poder.
El
atentado contra las torres del Centro Mundial de Comercio de New York en el 2001
es un acto terrorista, pero no lo es -al menos así lo presenta la prensa oficial
que moldea la opinión pública mundial- un manual militar como el citado más
arriba. ¿Cuál de las dos lógicas en juego es más “terrorista”? Y si fuera cierto
que la destrucción de esos edificios fue un acto auto-provocado por el gobierno
federal de Washington para justificar su proyecto de guerras preventivas, ¿eso
es terrorismo o no? Es terrorismo de Estado, pero la prensa oficial no habla de
eso. Pinochet, en su lucha contra los “terroristas subversivos”, ¿no era él un
terrorista por los métodos empleados? ¿No fueran las peores expresiones de
terrorismo de Estado las guerras sucias que ensangrentaron los países
latinoamericanos las décadas pasadas? Pero oficialmente esas fueron guerras
“contrainsurgentes” y no “terroristas”. ¿Quién lo decide?
Si lo
distintivo de un acto “terrorista” es la búsqueda de población civil no
combatiente como objetivo, el 80 % de los muertos en las guerras habidas desde
el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945 a la fecha se encuadra en este
concepto; actos, sin duda, por los que ningún militar ni político ha sido
juzgado en calidad de “terrorista”. ¿Podría ahora abrírsele un juicio al
presidente de Estados Unidos como terrorista por las dos bombas atómicas
utilizadas contra población civil? ¿Por qué no?
Hoy por
hoy, en un mundo absolutamente dominado por los montajes mediáticos, en forma
insistente se ha ido metiendo la idea del “terrorismo” como uno de los peores
flagelos de la humanidad. De manera casi refleja suele asociárselo con maldad,
crueldad, barbarie; y por cierto, en esa visión parcial e interesada, esas
prácticas nos alejan de la civilización supuestamente democrática, presunto
punto de llegada de la evolución cultural (léase: economías de mercado con
parlamentos formales). Dentro de esa lógica hemos terminado por no poder
distanciarnos de la falacia impulsada por los planes de dominación
geoestratégicos de Washington de “terrorismo = malo, estamos contra él o somos
un terrorista más”. Merced al impresionante juego manipulatorio de los medios
masivos de comunicación suele ligárselo a cualquier forma de protesta, en
general conectada con los países más pobres y postergados. En esa dimensión, hoy
pasan a ser terroristas cualquier trabajador desocupado que protesta, o quien
reclama aumento de sueldo, o un estudiante que pide más presupuesto para
educación. De hecho, el autor de estas líneas podría
serlo.
Todo
estos montajes son intrínsecamente perversos, traicioneros, sádicos, propio de
fanáticos fundamentalistas. Un “terrorista” -según ese orden discursivo- es un
delincuente subversivo, un apátrida; en definitiva: un monstruo inhumano. Por
supuesto que los autores del manual de la Escuela de las Américas, aunque
inciten a la tortura y a la corrupción, no son “malos”, porque lo hacen en
nombre de la guerra contra el terrorismo, que es, a no dudarlo, una “guerra
buena”.
¿Quién en
su sano juicio podría alegrarse y festejar por la muerte violenta de unos niños,
de una señora que estaba haciendo sus compras en el mercado, de un ocasional
transeúnte alcanzado por una explosión? Pero ahí está la falacia, lo perverso
del mensaje sesgado con que el poder se defiende: se presenta la parte por el
todo, mostrando sólo un aspecto -con ribetes sentimentales- de un conjunto mucho
más complejo. ¿Alguna vez los medios muestran las escenas dantescas que
sobrevienen a los bombardeos “legales” de una potencia militar? ¿Alguna vez se
habla de las monstruosidades propiciadas por la pedagogía del terror de un
manual como el de la Escuela de las Américas? ¿Sufre más una víctima que la
otra? ¿Es más “buena” y “respetable” una violencia que otra? Y fuera de un
amarillismo oportunista bastante execrable que constituye una grosera
pornografía de la pobreza, ¿cuándo el hambre del mundo es considerado un
verdadero problema por los poderes tomándose acciones reales en su
contra?
Está
claro que la dimensión del fenómeno es infinitamente más compleja que la
malintencionada simplificación con que los poderes fácticos presentan el
problema. El maniqueísmo n juego, en definitiva, ahoga las posibilidades de
soluciones reales. Son tan víctimas los civiles que mueren en un atentado
dinamitero hecho por un grupo irregular como los que caen bajo el fuego de un
ejército regular. ¿Por qué los regulares serían menos asesinos que los
irregulares?
El mundo
sigue siendo injusto, terriblemente injusto; la distribución de la riqueza que
el sistema capitalista crea es de una inequidad espantosa. El hambre sigue
siendo principal causa de muerte de la población mundial, hambre evitable,
hambre que debería desaparecer si se repartiera algo más equitativamente el
producto social que creamos los humanos. Esa injusticia estructural en las
relaciones interhumanas es el principal exterminio que enfrentamos a diario;
pero eso no es la gran noticia, de eso no se habla mucho. Hoy el “terrorismo
internacional” se presenta como el peor de los apocalipsis concebibles, y en la
lucha contra él -así nos dicen al menos- vale todo.
Es por
eso que sigue teniendo vigencia lo que, en 1981, firmaban numerosos Premios
Nobel como “Manifiesto contra el Hambre”, y que debemos seguir levantando como
principal estandarte por un mundo mejor: “Cientos de millones de personas
agonizan a causa del hambre y del subdesarrollo, víctimas del desorden político
y económico internacional que reina en la actualidad. Está teniendo lugar un
holocausto sin precedentes, cuyo horror abarca en un sólo año el espanto de las
masacres que nuestras generaciones conocieron en la primera mitad de este siglo
y que desborda por momentos el perímetro de la barbarie y de la muerte, no
solamente en el mundo, sino también en nuestras conciencias. […] El motivo
principal de esta tragedia es de carácter político.”
Por tanto
el enemigo y principal amenaza para la humanidad no es el impreciso y siempre
mal definido “terrorismo”; sigue siendo la injusticia, aunque nos hayan querido
hacer creer estos años que estaba un tanto pasado de moda hablar de
ella.AGENCIA DE COMUNICACIÓN RODOLFO WALSH
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