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Comentarios sobre Siria y Sobre Alemania
El país está harto de ir a pelear en otros lugares e insta a Obama a que cumpla su promesa de terminar con un decenio de guerras, pero invito a reflexionar sobre un nuevo mundo sin la intervención de Washington
Timothy Garton AshEl País, 14 SEP 2013
En la larga historia de los
discursos pronunciados por presidentes de Estados Unidos, ¿ha habido algún otro
más extraño que este? Con la solemnidad que corresponde a una declaración de
guerra, el presidente Barack Obama informó a los estadounidenses, el martes por
la noche, de que se había aplazado la votación en el Congreso sobre la acción
militar porque Rusia estaba tratando de sacar adelante una iniciativa
diplomática que podría —o no— someter las armas químicas sirias al control
internacional. No fue precisamente el discurso de Gettysburg.
Todavía quedan muchos más giros
en el camino a Damasco, pero la política que hemos visto estas semanas, desde el
uso criminal de armas químicas en Siria el 21 de agosto, nos dice ya muchas
cosas de Estados Unidos. Para empezar, nos dice lo que el propio Obama reconoció
en su discurso televisado, citando una carta que le había enviado un veterano:
“Esta nación está harta de guerras”.
Sobre este debate, como sobre
los que se desarrollan en Europa, se cierne la sombra de Colin Powell (nada
menos que él) y sus engaños y confusiones sobre las armas de Sadam Husein. Pero
eso no es lo principal para la mayoría de los estadounidenses. Según una
encuesta llevada a cabo esta semana por The New York Times y CBS, el
75% cree que el Gobierno sirio “probablemente utilizó” armas químicas contra
civiles sirios, pero, aun así, la inmensa mayoría está en contra de la respuesta
militar propuesta por Obama.
Todos los miembros del Congreso
a los que he visto entrevistados en los canales de noticias de 24 horas son
conscientes de ello, independientemente de que sean demócratas o republicanos y
estén en favor o en contra de atacar Siria. No hay más que “tres o cuatro” de
los mil y pico electores con los que ha hablado que defiendan la acción militar,
dice el congresista Elijah Cummings, demócrata y partidario de Obama. El senador
Rand Paul (hijo de Ron Paul), estrella en ascenso dentro del Partido
Republicano, dice que las llamadas de teléfono que recibe están contra la
guerra, en una propoción “de 100 a 1”.
Los estadounidenses están “hartos” de la
guerra, sencillamente. No creen que haya servido para nada en Oriente Próximo.
Ha costado billones de dólares, mientras ellos perdían sus empleos y sus
hogares, salían adelante con dificultades, veían el deterioro de sus carreteras,
sus hospitales y sus escuelas. Pero la gran ironía es que eso es precisamente lo
que dice Obama. Es el presidente que asumió el poder para acabar con “un decenio
de guerra” (unas palabras que volvió a utilizar en su discurso) y concentrarse
en “nuestra propia construcción nacional”. Es decir, el sentimiento popular es
el mismo que él reflejó y reforzó.
Y lo más irónico de todo: si el
mejor enemigo de Obama, el presidente ruso, Vladímir Putin, no hubiera decidido
acudir al rescate en el último minuto por sus propios intereses, ese mismo
sentimiento le habría asestado seguramente un golpe mortal. Porque el lunes por
la mañana todo hacía suponer que Obama iba a sufrir una derrota en la Cámara de
Representantes y tal vez incluso en el Senado.
Para describir esta actitud que
se percibe hoy tanto en demócratas como en republicanos se utiliza con
frecuencia un término poco imaginativo: “aislacionismo”. No cabe duda de que
Estados Unidos tiene un historial de refugiarse periódicamente en su inmensa
indiferencia continental, como ocurrió tras la I Guerra Mundial. Pero esta vez
la sensación es diferente. Aunque es evidente que la resistencia actual a
intervenir está relacionada con algunos de esos casos tradicionales, hoy se
produce en un país que no está en pleno e impetuoso ascenso en el escenario
mundial, sino que tiene una temerosa conciencia de su declive relativo. En los
años veinte, a los estadounidenses no les inquietaba que una China emergente les
arrebatara la comida y luego se quedara con el restaurante. Hoy, sí.
Conviene mencionar también unos
cuantos ingredientes concretos de esta tarta. Uno de ellos es Israel. No hace
falta subrayar el peso que tiene la preocupación por Israel en la política
exterior estadounidense en general y en su política para Oriente Próximo en
particular. En estas semanas he leído varios análisis escalofriantes que
identifican una realpolitik israelí cuya conclusión es que el resultado
menos malo para ellos es que dos grupos de archienemigos suyos —el régimen de El
Asad, con Irán y Hezbolá, y los rebeldes suníes, cada vez más islamistas,
extremistas y en parte próximos a Al Qaeda— continúen matándose.
“Nuestra mejor
perspectiva es que sigan dedicándose a luchar entre ellos y no se acuerden
de nosotros”, declara un funcionario anónimo de los servicios israelíes de
inteligencia a un periodista en buzzfeed.com. “Que siga la hemorragia, que se desangren hasta
morir: esa es la estrategia”, dice Alon Pinkas, antiguo cónsul general en Nueva
York. En comparación con esto, Maquiavelo parece Mahatma Gandhi.
Luego están los halcones intervencionistas,
como John McCain y Paul Wolfowitz, que opinan que Estados Unidos debe actuar con
más decisión y reforzar a los rebeldes más moderados para ayudar a derrocar a El
Asad. No estarían satisfechos con un arreglo que tal vez no comprenda más que
las armas químicas, y solo gracias a un acuerdo en el que los rusos sean los
intermediarios. Junto a ellos se encuentran algunos políticos republicanos tan
sectarios que su prioridad es acabar con Obama, más que detener a El Asad. Y
también están los estrategas más veteranos —que son muchos, y sin ninguna
relación con el ejército—, que estudian con detalle todas las repercusiones
estratégicas para Estados Unidos y la región. El mensaje que transmiten, en su
inmensa mayoría, es que hay que ser precavidos.
Por último, sigue habiendo unos
cuantos progresistas al estilo de los años noventa, partidarios de la
intervención humanitaria y marcados por las experiencias de Bosnia, Ruanda y
Kosovo. Obama ha nombrado embajadora ante la ONU a una representante casi
paradigmática de esta corriente, Samantha Power, autora de un libro publicado en
2002 y titulado A problem from hell: America and the age of genocide
(Un problema infernal: Estados Unidos y la era del genocidio). Está
claro que Siria es un problema infernal. Estos progresistas partidarios de la
intervención humanitaria no son la voz predominante en una Administración
caracterizada por un pragmatismo cauteloso y atento a la seguridad, pero están
ahí.
Escribo esta columna en el 12º
aniversario de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 que
empujaron a Estados Unidos a ese decenio de guerra; de manera justificada en la
reacción inmediata contra Al Qaeda en Afganistán y de manera injustificada y
desastrosa en Irak.
Estados Unidos es hoy muy
diferente. Es posible que, después de unos años de poner en orden sus propios
asuntos, vuelva a ser —a pesar de sus defectos e hipocresías— el áncora
indispensable de un orden internacional liberal. Pero, dado que no solo hay que
tener en cuenta sus propios problemas estructurales sino, sobre todo, los
cambios en la constelación mundial de poder a su alrededor, tengo mis dudas. A
los numerosos detractores e incluso a los enemigos de Estados Unidos en Europa y
todo el mundo, no les digo más que una cosa: si no les gustaba el viejo mundo en
el que Estados Unidos intervenía sin cesar, a ver qué les parece un mundo nuevo
en el que no lo haga.
Timothy Garton Ash
es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige www.freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover
Institution, Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son
subversivos: Ideas y personajes para una década sin nombre.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El matrimonio gay divide a los socios de la canciller (alemana)
El Constitucional alemán obliga a conceder los mismos derechos a las parejas homosexuales, excepto la adopción
El País, Colonia
18 SEP 2013
“Está claro que en este país los
jueces y los ciudadanos han ido por delante de los políticos”. El dibujante que
comenzó hace más de 30 años en el cómic underground y ha acabado vendiendo más
de cinco millones de libros protagonizados por hombres que se enamoran de
hombres no da crédito a que en Alemania aún no se haya aprobado el matrimonio
gay. Aprovechando los últimos rayos de sol que caen en Colonia antes de que
comience el frío, Ralf König se congratulaba ayer en una cafetería del centro de
la ciudad por las numerosas sentencias del Tribunal Constitucional que decretan
que todas las parejas deben gozar de los mismos derechos. Pero también lamentaba
la última barrera que queda por franquear: la adopción.
“Le digo honestamente que la
igualdad de derechos total se me hace muy difícil. No estoy segura de qué es lo
mejor para el bienestar del niño [en el caso de la adopción]”, respondió la
canciller Angela Merkel a un telespectador hace una semana. Las palabras de la
mujer que aspira a dirigir de nuevo el país chocan con los partidos de oposición
—socialdemócratas, verdes y los izquierdistas de Die Linke—, que llevan el
matrimonio gay en sus programas para las elecciones del próximo domingo. Chocan
también con sus socios de Gobierno liberales, cuyo antiguo líder y aún ministro
de Exteriores, Guido Westerwelle, se muestra en público sin ningún tapujo con el
que sería su marido si la ley lo permitiera.
Y chocan, en fin, contra un
sector del propio partido democristiano de la canciller. “Si la CDU quiere
seguir siendo un partido de masas, debe tener en cuenta la cambiante realidad.
No podemos decir simplemente que algo está bien porque siempre ha sido así”,
dijo hace unos meses en una entrevista el poderoso ministro de Hacienda,
Wolfgang Schäuble, poco sospechoso de alinearse con izquierdistas
radicales.
Jens Spahn, diputado de la CDU,
prefiere fijarse en los avances que ha hecho su partido, y no en el terreno que
le falta por recorrer. “Hace cuatro años habría sido impensable un debate
abierto como el que tuvimos en nuestro congreso de finales del año pasado. Hoy
estamos todos de acuerdo en la equiparación de derechos, sin contar la adopción.
Y todo esto lo hemos conseguido sin grandes manifestaciones en contra como en
Francia o España”, asegura. Spahn —que pertenece al grupo bautizado como los 13
salvajes en referencia a los 13 parlamentarios democristianos que pelearon por
la igualdad— apuesta por ir convenciendo poco a poco a los más reacios al
cambio. “La confrontación no ayuda a nadie. Estoy convencido de que en un par de
años habremos avanzado más”, concluye.
Pero a Merkel —tras el apagón
nuclear y el fin del servicio militar obligatorio— le quedan pocos eslóganes que
mostrar a su electorado más conservador. Y excluir a las parejas gais de la
adopción es uno de ellos, pese a las encuestas que muestran una clara mayoría de
alemanes a favor de equiparar matrimonio y parejas de hecho. Según un estudio
publicado por la revista Stern, esta mayoría se daba incluso entre los votantes
de la CDU, cuya C proviene de la palabra Cristiano. Apoyaban la iniciativa un
64% de los democristianos consultados, frente a un 74% en la población en
general.
Frente al Rin se erige el
monumento que sirve de homenaje a las decenas de miles de personas que cayeron
víctimas del nazismo por su orientación sexual. “Muertos a palos. Muertos por el
silencio”, se puede leer. A su lado, el activista Klaus Jetz recuerda que el
párrafo 175 del Código Penal, que castigaba las relaciones entre hombres, estuvo
en vigor desde la fundación del imperio alemán, en 1871, hasta 1969. “Hemos
avanzado mucho desde entonces. Ya tenemos una situación legal muy buena. Nos
falta dar el último paso para poder ocuparnos de asuntos más importantes, como
los derechos humanos en países como Rusia”, señala Jetz, director de la
Federación de Lesbianas y Gais de Alemania.
En el camino hacia la igualdad,
Alemania ha ensayado una vía propia. No ha copiado el modelo del matrimonio
iniciado en Holanda, Bélgica y España, y al que ahora se han apuntado los otros
dos gigantes de la UE, Francia y Reino Unido. Pero un goteo de sentencias en los
últimos años ha permitido que las parejas de hecho puedan beneficiarse de la
declaración de impuestos conjunta y de otros privilegios que hasta ahora eran
exclusivos de los matrimonios tradicionales.
La imposibilidad de casarse ha
tenido un efecto directo en vidas como las de Judith Steinbeck. Esta
psicoterapeuta narra desde su consulta de Colonia los problemas que la actitud
del partido en el Gobierno le ha ocasionado en los últimos años. “Hace 13 años
que adopté a una niña vietnamita. En todo este tiempo, no he podido inscribir a
mi mujer como su madre. Así que llevo 13 años temiendo que me pase algo. No por
mí, sino porque si yo desaparezco la ley alemana no garantiza que mi hija se
quedaría con su otra madre”, protesta.
Su situación es una de las que
ha regularizado el Constitucional. Gracias a la corte de Karlsruhe, la mujer de
Judith Steinbeck ha podido iniciar el proceso para ser la madre legal de la
adolescente. El Tribunal también ha obligado al Gobierno alemán a cobrar los
mismos impuestos a los matrimonios que a las parejas de hecho. “Si hubiera
podido hacer eso cuando mi mujer se cogió la baja por maternidad, nos habríamos
ahorrado unos 500 euros al mes. Es una prueba más de cómo se nos ha tratado como
ciudadanos de segunda”, se lamenta desde su consulta, rodeada de láminas de
pintores como Matisse o David Hockney. Pero si Steinbeck y su mujer decidieran
hoy adoptar otro hijo, no podrían hacerlo como pareja. Esa es la diferencia que
seguirá existiendo entre su familia y una compuesta por un hombre y una mujer.
Y, si Merkel sale reelegida y no cambia de parecer, esa diferencia continuará
existiendo tras las próximas elecciones.
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