El gobierno de Fujimori logró niveles estelares de corrupción, lo que ya es suficientemente dañino, pero también fue inmensamente nociva su capacidad de trivializar las opiniones colectivas. Con el retorno de la democracia, en 2001, el país intentó volver a institucionalizarse. Desde entonces lo ha logrado a medias, pero lo que menos ha podido recuperarse es la televisión. Aunque hay algunos buenos programas y periodistas, el promedio no es siquiera mediocre (lo que ya es asombroso desde un punto de vista lógico), pues logra niveles de esperpento.
Algunos argumentan que la televisión solo refleja la realidad nacional, pero eso no solo es falso sino, además, absurdo, pues la realidad es más compleja, variada e interesante que lo que se refleja. Además, la televisión no copia sino retroalimenta. Al hacerlo, recoge la miseria humana y la magnifica, transformando lenta pero rotundamente la mentalidad del televidente. El punto es muy simple: la televisión no es un espejo de la realidad sino un potenciador de esta.
Hay, entonces, un debate que nos está esperando: ¿qué tanto podría o debería intervenir el Estado, para impedir que los espacios públicos que él otorga a los grupos privados sean usados para transformar paulatinamente los cerebros de los ciudadanos en órganos entumecidos? Se puede objetar que toda regulación del Estado atentaría contra la libertad. Muy bien, entonces discutamos qué es la libertad y hasta qué punto puede uno ser libre con un cerebro entumecido
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