Fernando Bolaños Galdos / Para EDUCACCIÓN
“Firme y feliz por la unión”, terminó su discurso el pasado 28 de julio el Presidente Kuckzynski, recordando el lema de la patria, y la promesa de vida para todos los peruanos. Esta intuición que tuvieron los fundadores de la patria estaba basada en la esperanza de que la República debía traer la prosperidad y el bienestar que muchos anhelaban.
Sin embargo, casi después de 200 años después de la Independencia, subsisten aún grandes brechas entre los peruanos y peruanas. En un reciente artículo en El Comercio, Patricia Balbuena, ex viceministra de Interculturalidad nos recordaba que los porcentajes de pobreza y pobreza extrema de las comunidades nativas exceden en forma dramática al promedio nacional. Es claro que no podremos lograr las metas de ser un país desarrollado, un país OECD si no reconocemos estas brechas y tomamos las medidas, como país, para llevar servicios efectivos a dichas comunidades, sabiendo no solamente que tendrán que ser más caros y ajustados a sus necesidades, sino pertinentes culturalmente. Los niños y niñas de estas comunidades no son la mayoría del Perú, pero como señalaba Elena Burga en un artículo anterior en Educaccion, se concentran en cerca de la cuarta parte de las instituciones educativas del país, un número poco despreciable, y que requieren acciones claras y no solo marginales en el contexto de la política educativa general.
En el campo de la educación intercultural hay avances significativos. En los últimos años ha habido un impulso que no se había visto en años previos. El hecho de haberse aprobado la Política de Educación Intercultural para todos y todas, además de la Educación Intercultural Bilingüe es un reconocimiento que no se trata solo de buscar aquello que beneficia a las poblaciones indígenas. La educación peruana debe ser toda intercultural; si no, la estamos condenando a estar de espaldas a la realidad e irrelevante para lo que debemos conseguir de cara al Bicentenario.
Una de las grandes tragedias de muchas escuelas peruanas es la segregación: las niñas, niños y adolescentes solo estudian con otros estudiantes como ellos. A fines de los 80, acompañé a un grupo de estudiantes de secundaria de un colegio religioso de Lima a visitar unas comunidades en la zona rural de Junín. Era aún el tiempo de la violencia y muchos de ellos no habían salido nunca de su barrio, no conocían ni siquiera la Plaza Mayor de Lima. El viaje fue un descubrimiento para muchos de ellos, que hasta entonces solo tenían experiencia de convivir con personas que hablaban quechua como ellos, con mujeres que tenían que salir temprano a pastar a sus pocos animales o mantener pequeñas parcelas encaramadas en los cerros cercanos para tener unos dos o tres costalitos de papas enanas que apenas mantenían a sus familias.
Hay avances que merecen ser reconocidos, lo que no nos impide ver que el desafío todavía es grande. La desigualdad subsiste y nos queda mucho por hacer, pero es alentador saber que ya estamos dando pasos en la dirección adecuada.
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