Puerto Maldonado - Lima, último tránsito de Javier Heraud
Por: Alfredo Herrera Flores (Perú).
He mantenido por algunos
años este testimonio en silencio. Las hermanas y el hermano de Javier
Heraud me pidieron en su oportunidad discreción y prudencia, y he
cumplido. Al recordarse este año el cincuenta aniversario del asesinato
del poeta, creo pertinente repasar aquellos momentos inmediatamente
anteriores al traslado de los restos del joven Heraud desde la ciudad de
Puerto Maldonado, en Madre de Dios, donde estuvo sepultado por 45 años,
a Lima, donde ahora descansa, como sabemos, en un cementerio de La
Molina.
En abril de 2008 ejercía como presidente del Gobierno
Regional de Madre de Dios Santos Kaway Komori, hombre sencillo y
tranquilo, hijo de inmigrantes japoneses instalados en la selva
madrediocense desde las primeras décadas del siglo veinte; contador
público de profesión y viejo político por vocación que lo llevó a ocupar
la alcaldía de Puerto Maldonado en más de una oportunidad; fumador y
buen bebedor de café. Paciente y confiado, viajero y observador; pero a
pesar de la experiencia, ingenuo en los círculos políticos, lo que
finalmente hizo que fuera traicionado en su última fase de autoridad.
Tuve la oportunidad de trabajar con él, con mucha confianza, en una de
las gerencias del gobierno regional. La mañana del 30 de abril me llamó
muy temprano para encargarme que recibiera a los hermanos de Javier
Heraud, que ese día llegaban a Puerto Maldonado, y los apoyase en todo
lo que necesitaran, con mucha prudencia.
Fue un encargo especial. Como todos los lectores
contemporáneos, leí a Javier Heraud muy joven, aún en el colegio, y
luego admiré su obra y esa breve vida marcada por la imagen del buen
hijo y el ímpetu revolucionario, por el ansia de hacer algo por su país y
la tragedia de la muerte temprana. Este acercamiento a Heraud se
tradujo en mi primer libro, “Etapas del viento y de las mieses”,
titulado así precisamente desde un verso suyo, “ah poesía de la flor y
la palabra, poesía del viento y de las mieses”. En el acto de
presentación del poemario, en Arequipa, el poeta José Ruiz Rosas hizo
notar que yo publicaba mi primer libro a la edad en que Javier Heraud
había sido asesinado. Guardaba, hasta perderlo en algún traslado, el
libro azul de la colección de literatura peruana que se había publicado
durante el gobierno militar con la poesía completa de Heraud y unos
textos de valoración y crítica, en ese libro descubrí al poeta
guerrillero. La imagen de Heraud era como la de un icono flotando en el
recuerdo, para mis mayores, y en una suerte de utopía literaria y
revolucionaria para mí y los de mi generación. Entonces, conocer de
pronto a las hermanas -Cecilia, Victoria, Marcela- y al hermano, Jorge,
del poeta era un privilegio especial, y en ese momento no supuse la
sorpresa mayor que este encuentro me deparaba.
Los saludé en el aeropuerto, a media mañana, y los
acompañé a que se instalaran en el hotel Don Carlos, el viejo hotel de
turistas, a orillas del río Tambopata, cuidando no solo de estar en un
lugar algo alejado del centro de la ciudad, sino también de no “caer” en
algún hotel o restaurante de uno de los hombres que participó en el
acribillamiento de Javier y que ahora es dueño precisamente de uno de
los mejores hoteles de la ciudad. Junto con ellos estaba Pablo Baraybar,
conocido antropólogo forense y un ayudante; con ellos, más el encargado
de la Beneficencia Pública de Puerto Maldonado, nos reunimos para
elaborar una agenda de trabajo. La primera acción sería ir a visitar la
tumba de Javier.
Puerto Maldonado es una ciudad que no ha crecido al
ritmo de otras capitales de departamento. Con solo cien años de
existencia, lo que fue una pequeña aldea donde se asentaros buscadores
de caucho y oro, madereros, colonizadores, aventureros y religiosos
misioneros, en medio de una tupida selva tropical habitada por pequeños
grupos de nativos nómades, y en el punto donde se une el río Tambopata
al mítico Madre de Dios, llamado por los incas Amarumayo y por los
nativos Eori, la ciudad ha crecido con sus anchas calles de tierra y sus
casas de madera, enfrentándose a un calor implacable, la falta de agua
potable, la hierba feroz, las alimañas, los depredadores de madera y al
abandono de los gobiernos que la han mantenido aislada por ochenta de
sus cien años. Hoy hay una excelente carretera asfaltada y varios vuelos
diarios, una prometedora industria turística y un ambiente festivo
propio de las ciudades de la selva. Hay también un creciente movimiento
comercial impulsado por migrantes puneños y cusqueños y un desarrollo
profesional sostenido por especialistas de todo el país. El viejo pueblo
tenía un cementerio, llamado Los Pioneros, que ha quedado ahora en el
centro de la ciudad y que de vez en cuando hay que limpiarlo para que la
hierba y la maleza no lo devore.
Fuimos al cementerio. En el camino el hermano me recordó
que se había cuidado que nadie sepa sobre este viaje, nos fijamos si
por la calle venía o no algún periodista. Él sabía que un reportero
gráfico de la revista Caretas podría venir, pero no hubo necesidad de
establecer un mecanismo de vigilancia, salvo un trabajador de la
Beneficencia ubicado en la puerta evitaría que alguien más ingrese a ese
camposanto que casi nadie visitaba. Algunas veces, dirigentes políticos
y estudiantes organizaban actividades y visitas a la tumba de Javier,
recordando su nacimiento o muerte, o algún poeta llegaba para tomarse
una foto cerca de la sencilla lápida. Avanzamos por un sendero, entre
hierba crecida, con tranquilidad, aunque las hermanas no podían
disimular nerviosismo e iban tomadas de la mano. Fue emocionante, la
tumba de Javier está en el suelo, cubierta por una losa de cemento, con
hierba y flores a su alrededor y sobre ella se ha construido un
cobertizo de madera. Sobre la tumba, junto a la lápida, había una hoja
de papel donde alguien había escrito “gracias hermanitas, por
visitarme”. Unas niñas que habían caminado con nosotros sin que nos
diéramos cuenta leyeron el papel en voz alta, con esa voz infantil
aparecida de sorpresa, y fue como si las flores hablaran.
Las niñas se fueron corriendo y el silencio cubrió ese
pedazo de tierra donde yacía el poeta desde hace 45 años, donde había
soportado calor extremo y fría humedad, lluvia y soledad. Ninguna de las
hermanas hablaba, una de ellas tomó agua y se sentó en una tumba
vecina. Yo estaba paralizado por la emoción, la voz de esas niñas había
sonado en mi corazón, o en mi estómago, o en la fibra más íntima de mis
huesos, y tampoco podía decir algo. ¿Qué se podría decir? Baraybar
comenzó a caminar alrededor de la losa, viendo cómo se podría retirarla
para cavar. El hermano me explicó en ese momento que habían venido a
llevarse los restos de Javier a Lima, porque su madre así lo quería.
Baraybar dijo que tal vez no había mucho que llevar.
La segunda etapa era hacer todo el papeleo necesario
para abrir la tumba, conseguir los permisos de la Dirección de Salud
para la exhumación y traslado y coordinar con la línea aérea para
reservar un espacio para los restos. Habían preparado una pequeña urna
para llevarse lo que quedaba de Javier. Acompañé al hermano a la
Dirección de Salud y nos atendió el director, el Dr. Salvador Quispe,
quien amablemente nos explicó el procedimiento. Si esa misma tarde podía
oficializarse el pedido con los requisitos que se necesitaban, al día
siguiente él firmaría el permiso. No hubo dificultades en la
Beneficencia Pública ni en otra oficina, no recuerdo si fue necesario
coordinar con la policía. Fuimos a almorzar y por la tarde se empezaría
la tarea de abrir la tumba, a cargo de Baraybar y su ayudante. Esta es
tierra muy húmeda, explicaba entre otras cosas, y tal vez ya no se
conserve nada del cuerpo de Javier, advirtió.
La tarde no alcanzó para cavar los más de dos metros que
se necesitaban para llegar al cuerpo de Javier, que había sido
enterrado en un precario cajón y con muy poca ropa. Una ligera lluvia y
la oscuridad hicieron que se postergue la labor hasta el día siguiente.
No hay mucha información que detalle el entierro de Javier Heraud en el
cementerio de Puerto Maldonado. Los testimonios de su padre y de otras
personas que vieron el cadáver luego de ser rescatado del río Madre de
Dios, dan cuenta del tipo de armas que se usaron para atacar las balsas
en las que se desplazaba el poeta con sus compañeros guerrilleros, y
luego se confirmó que no fue precisamente la policía la que lideró el
ataque, sino aquellos “empresarios” que pensaron que estarían en riesgo
sus propiedades o su vida ante la presencia de los revolucionarios. Sin
ningún nivel de entendimiento, azuzaron a los vecinos y obligaron a la
policía a que los acompañe y entre todos dispararon a las balsas en las
que los jóvenes cruzaban el río Madre de Dios. Dispararon a matar con
armas de cacería y no respetaron la rendición de los heridos. Luego la
policía exhibió su cuerpo acribillado, hubo fotos y todo. Cuando llegó
el padre de Javier y comprobó la masacre, se evidenció que la policía
poco hizo en este episodio vergonzoso y estuvo, todo el tiempo, al
servicio de aquellos empresarios insensatos, asustados y enardecidos. Lo
sepultaron en silencio, con lo poco que se pudo conseguir en ese
momento en una ciudad que aún no había salido de su condición de
poblado.
La figura de Javier Heraud ha marcado mucho la historia y
la vida del Perú contemporáneo. Su nombre se repite en plazas, calles,
colegios, institutos, mercados, parques infantiles, negocios y
asociaciones de todo tipo, en todas las ciudades del Perú, junto con los
de héroes como Grau o Bolognesi. Una de las hermanas de Javier había
revisado la guía telefónica de Lima e intentado hacer una lista de todo
lo que llevara el nombre del poeta, lo que encontró rebasó sus
expectativas y abandonó el proyecto. A la imagen de poeta y guerrillero,
se ha sumado en los últimos años la de “buen hijo”; las cartas que
escribió a su madre desde Cuba, por ejemplo, es leída por profesores y
estudiantes como un modelo de responsabilidad y respeto a los padres, de
ternura juvenil y madurez intelectual; felizmente su nombre no ha sido
manoseado ni usado políticamente, y esperamos que no lo sea. Su obra
poética y su tránsito hacia Europa y Cuba, y de allí a la selva peruana,
ha sido ya bastante estudiada. Aquella mañana del 30 de abril del 2008
Javier Heraud estaba a punto de cumplir su último tránsito.
Muy temprano volvimos al cementerio. Baraybar y su
ayudante ya habían avanzado en el trabajo, con entusiasmo pero sin la
esperanza de encontrar algo. Las hermanas estaban pendientes, dando
vueltas por el hoyo, empujando un poco de tierra, sirviendo agua,
recordando a Javier. “Era un muchacho alto y fuerte, buen mozo, muy
tranquilo y juguetón”, dijo una de ellas, otra añadió: “escribió poemas
desde muy niño”. Tal vez no decían ninguna novedad, pero la emoción y
ternura con que lo recordaban hacían que todo fuera nuevo y especial. No
podía ser de otro modo, estaban hablando de su hermanito menor. La
mañana iba avanzando, se empezó a cuidar el retiro de la tierra,
efectivamente húmeda y apelmazada, con raíces entrecruzadas. Parecía una
tarea de arqueólogos. Se había dejado a un lado el pico y la pala y
ahora se usaban badilejos y brochas. Todos esperábamos en silencio.
Aparecieron, entonces, unos trozos de metal retorcido, a los costados de
lo que sería el cuerpo, y unos jirones de tela a la altura de los pies,
que se limpiaron con cuidado. La emoción subía por dentro, podía
escucharse el palpitar de nuestros corazones. Pedí permiso para tomar
unas fotos, me dijeron que mejor no, ellos tampoco lo harían.
El trozo de metal era un clavo y la tela una parte de un
atado de ropa que se había enterrado con el cuerpo. De pronto
comenzaron a aparecer los huesos, largos y fuertes, como si emergieran
impulsados desde el centro de la tierra por una fuerza delicada. Fue una
visión indescriptible. El esqueleto completo estaba ahí, descansando,
esperando, cuan largo era. Su cabeza estaba inclinada y la cavidad de
sus ojos parecía saludarnos. Una raíz se había abierto camino por su
boca y salía por un costado del cráneo, tal vez por debajo del parietal,
para luego recorrer la tierra hacia la superficie. Mientras Baraybar
limpiaba esa zona Cecilia recordó un verso de su hermano, uno que decía
algo así como “de mi cuerpo se formará la vida”. Unos minutos después
podíamos ver el hermoso esqueleto de Javier, conservado por esa tierra
apelmazada, compactada por el paso de los años, generosa con el
guerrillero caído, con el poeta joven. Sus clavículas anchas seguían
firmes, sus amplias costillas albergaban tierra clara, sus fémures
parecían estar a punto de moverse. No eran huesos blancos, grandes y
fuertes lo que veía, era la delicada materia de un héroe, de un hombre
sano. Baraybar estaba sorprendido, nosotros emocionados. Fue una visión
indecible y hermosa, “como una espada en el aire”.
Contemplamos la osamenta por varios minutos. Las
hermanas hablaban entre ellas y recordaban al muchachón que abrazaron a
los veinte años al despedirse para ir a Cuba. Desde allí escribiría a su
madre este retazo de carta ya conocido: “Voy a la guerra por la
alegría, por mi patria, por el amor que te tengo, por todo en fin. No me
guardes rencor si algo me pasa. Yo hubiese querido vivir para
agradecerte lo que has hecho por mí, pero no podría vivir sin servir a
mi pueblo y a mi patria. Eso tú bien lo sabes, y tú me criaste honrado y
justo, amante de la verdad, de la justicia". Yo pensaba en el
privilegio que me tocaba. A esas alturas, a 45 años de la muerte del
poeta, que era casi mi edad, ¿cómo es que me reencontraba con el poeta?
Son cosas que nadie las piensa y de pronto toca vivirlas. Quienes
solamente habíamos leído su poesía y visto sus viejas fotografías, nunca
nos imaginamos estar tan cerca de su cuerpo, sus huesos, de esa parte
material que aún se conserva a pesar del tiempo, y dan ganas hasta de
hablarle, de abrazarle.
Jorge dijo que la urna que habían traído no serviría
para llevar el esqueleto de Javier y lo acompañé a buscar un carpintero,
ninguna funeraria nos vendería un féretro sin certificado de defunción
ni en la medida que se requería. Luego fuimos a la Dirección de Salud a
recoger los últimos documentos para organizar el traslado final. En su
oficina, el doctor Salvador Quispe, de hablar pausado y modales
respetuosos, hizo un preámbulo antes de entregarle a Jorge los
documentos, fue como si no quisiera hacerlo. Cuando puso en manos de
Jorge esos papeles, sencillos pero necesarios, preguntó: “¿y ahora, a
quién le iremos a leer nuestros poemas, a quién le contaremos nuestros
sueños?”. Jorge no supo qué contestar. Él, también amable, atinó a
repetir que era un pedido expreso de su madre. El doctor Quispe contó
brevemente que algunos jóvenes de Puerto Maldonado iban a la tumba de
Javier a leer poesía, o como él, a conversarle. Noté que Jorge estaba
tan emocionado como yo, pero se despidió. Aun en la puerta el médico
dijo: “Lo vamos a extrañar”.
Aunque no parecía, Javier Heraud estaba muy presente en
la memoria cotidiana de los habitantes de Puerto Maldonado. Había un
pequeño parque con su nombre y un busto, todos sabían que tenían en su
ciudad un muerto ilustre. En los escritorios y paredes de muchas
oficinas y locales públicos se puede leer el famoso poema de Javier, “Yo
no me río de la muerte…” Los guías de turismo nunca dejaban de
mencionar la presencia del poeta en su ciudad y hasta en las tiendas de
artesanía habían polos con su rostro o cuadritos con sus versos.
Por la tarde se completó la tarea de recuperar el cuerpo
de Javier Heraud, se encontraron además algunos clavos y ropa, una
camisa y un pantalón, muy maltratados por la humedad. Efectivamente
había un fotógrafo de la revista Caretas, que intentó hacer tomas desde
fuera del cementerio, y algunos políticos se fueron enterando del
traslado, protestaron en una radio local, pero no hubo ningún
impedimento para que Javier Heraud emprendiera su último viaje, esta vez
acompañado de sus hermanas y su hermano, a reencontrarse con su padre.
La última parte es ya historia más conocida. Los
familiares de Heraud velaron una noche sus restos y el día 2 de mayo los
sepultaron en privado, no en secreto, en el cementerio Los jardines de
la paz, en La Molina.
Han pasado cinco años desde entonces. Es cierto que hay
muchos más detalles que recordar, pero ya no es necesario, ya el viaje
se ha cumplido, ya el tiempo ha dado la vuelta necesaria, ya se ha
comenzado de nuevo. Han pasado 50 años desde el incomprensible asesinato
del poeta, nunca se sancionó a los verdaderos asesinos, algunos de
ellos aún andan por las calurosas calles de Puerto Maldonado,
abanicándose, pero el tiempo hará su parte con ellos. Han pasado 71 años
de su nacimiento, tal vez hoy sería un viejo tranquilo y amigable,
recibiría en su casa a los jóvenes poetas, quién sabe. Algunos de sus
contemporáneos como César Calvo y Antonio Cisneros ya le han dado
alcance. Yo me quedaré con el recuerdo de su imagen en mi retina, porque
siempre hay cosas que se ven y no se pueden decir con palabras.
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