JAVIER DIEZ CANSECO, UN LUCHADOR INCANSABLE
Cuando se escriba la historia política peruana del siglo XX, solo unos
cuantos nombres quedarán en la memoria, y de la izquierda seguramente
pocos: Hugo Blanco, Alfonso Barrantes y Javier Diez Canseco. Blanco como
líder de las épicas tomas de tierras en La Convención. Barrantes como
el primer alcalde socialista de Lima. Y Diez Canseco como el más tenaz
defensor de los derechos humanos, además de fiscalizador implacable en
un tiempo de terrible corrupción. La vendetta orquestada por sus viejos
enemigos, en complicidad de quienes hasta hacía muy poco tiempo fueron
sus aliados, es la mejor prueba –amarga pero irrefutable– de que la obra
de Javier ha sido siempre incómoda para el poder. Y por ello necesaria.
La vida de Diez Canseco es indisociable de la historia de aquello que
se llamó “nueva izquierda”. Esa izquierda que, surgida bajo el embrujo
de la revolución cubana, no supo trascender la tendencia autoritaria de
lo que en décadas pasadas se reconoció como “socialismo realmente
existente”. Esa izquierda que, a través de un enorme trabajo de
organización y movilización, logró con los sectores populares una
conexión de tal magnitud que hizo posible, creíble, que a mediados de
los ochenta sería gobierno, aunque este horizonte se desbaratara tanto o
más que por factores externos, por la terrible “interna” del proyecto
de Izquierda Unida.
Mucho se ha dicho sobre el rol de Diez Canseco en aquel proceso, en
particular sobre el peso que tuvo su confrontación con Alfonso
Barrantes. A la postre, la contradicción no la resolverían ni los
partidos ni los líderes zurdos, sino los propios electores –e incluso
algunas corrientes de la propia izquierda–, que desde 1990 abandonaron a
este sector para optar por un desconocido Alberto Fujimori. Frente a
esa aventura, en la que la identidad de izquierda se comenzó a diluir,
Diez Canseco mantuvo un terco e indeclinable rechazo al proyecto
autoritario de Fujimori, tarea en la que terminó por reencontrarse no
solo con viejos compañeros de lucha, sino con algunos de sus rivales
políticos de décadas anteriores, con quienes dio dura pelea por
recuperar la democracia.
Ya en el período de transición, aún cuando el grueso de partidos y
políticos que habían luchado contra Fujimori mostró no estar interesado
en cuestionar el modelo económico consagrado en la Constitución de 1993,
Javier Diez Canseco insistió en la necesidad de revisar las reglas de
juego. En un momento en el que buena parte de la ya vieja “nueva
izquierda” se había domesticado, él fue de los pocos que no desmayaron
en señalar cómo nuestros derechos eran reducidos en nombre de la
sacrosanta libertad de mercado. Quizás por ello apoyó con entusiasmo la
candidatura de Ollanta Humala en 2011, sin saber que en un lapso muy
corto este terminaría arriando las banderas de la “gran transformación”.
Y aún más allá, permitiendo que la bancada “nacionalista” se sumara al
ajusticiamiento político al que Javier fue sometido sin razón alguna, en
una de las venganzas políticas más vergonzosas hechas en el Congreso de
la República.
Quienes fuimos jóvenes en los ochenta recordamos a ese congresista
flaco de lentes y barba que denunciaba con energía e indignación, desde
su escaño o en las calles, los graves crímenes y matanzas que en ese
tiempo ocurrían en Ayacucho. Ahora que Javier Diez Canseco pasa por el
difícil trance de una grave enfermedad, es posible apreciar cómo las
tantas luchas y batallas en las que se embarcó nos han dejado huella,
más allá de los avatares y las diferencias políticas. Si me tuviera que
quedar con una, no dudaría en afirmar que si la historia política del
siglo XX peruano guarda para Javier un lugar especial, es en la historia
de la defensa de los derechos humanos, en que su figura es primordial.
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